viernes, 15 de noviembre de 2019

7ª Parte. Y última 1853: “Llamaremos Tharsis a las minas del término de Alosno”


7ª Parte. Y última
1853: “Llamaremos Tharsis a las minas del término de Alosno”


Sobre esto siguieron hablando hasta llegar a Alosno. Al atravesar las primeras casas se dieron cuenta que la comida preparada para el viaje no la habían consumido, solo el agua de la calabaza que llenaron en el pozo que les indicó el pastor.  Durante el camino  Deligny no dejaba de pensar que tenía que ponerse en contacto con París cuanto antes. Preguntó si en el pueblo había posibilidad de trasladarse a Huelva con alguna rapidez.
Llegaron a la casa dónde Escobar creía poder solucionarle el transporte que el francés quería.  Tenía grandes ventanales enrejados, la entrada empedrada. Ataron las mulas a la aldaba que estaba a la izquierda. La puerta permanecía abierta y llamó preguntando por Francisco. Apareció una mujer, Sebastiana Rebollo, conocida de Escobar y a quién el párroco había presentado un día junto a su marido, Francisco Limón.
Preguntó por su marido diciéndole que el señor que le acompañaba quería hablar con él para un posible viaje, que acababan de llegar de recorrer los escoriales. Les acompañó hasta el comedor diciéndoles que enseguida les atendía.
El comedor era una estancia espaciosa con el suelo de ladrillos rojos, que brillaba por el pulido con agua, jabón y aljofifa que acababan de darle. Una mesa de madera de patas torneadas ocupaba el centro de la estancia. A su alrededor más de media docena de sillas de palillería. Del techo colgaban dos lámparas de aceite, fabricadas en bronce y coronadas con voluminoso globo blanco de cristal. En la pared un mueble aparador en madera de castaño, con su distribución de cajones al medio y puertas laterales, rematadas con artísticos cerrojos y bisagras obras de fragua. Por arriba del mueble, la pared adornada con platos redondos de cerámica, con motivos florales en relieve. A los lados del mueble dos platos redondos, de latón y peltre, grandes como brocal de pozo. En la pared de enfrente un enorme tapiz que representaba una escena bucólica. Algunos cuadros distribuidos por la pared, ennegrecidos por su antigüedad, representaban a vírgenes o mártires de la iglesia.
-Bueno, si Francisco no puede solucionarlo, ya le buscará quién lo puede hacer -dijo Sebastiana al retirarse.
El marido  había escuchado la conversación desde una sala dónde ordenaba papeles en un cartapacio. Al salir, Escobar le presentó al francés.
-¿Usted es el ingeniero francés que está interesado en las minas antiguas, y que puede necesitar a nuestros arrieros?
-Sí señor, Ernesto Deligny. Sabe usted de mi y me sorprende.
-No se preocupe usted,  pero en la fonda donde usted se hospeda, ha coincidido con personas con las que yo trabajo.
-¡Ah!, los arrieros que partían para Ayamonte.
-Sí señor, aquí nos dedicamos también al transporte de mercancías, a la minería no tanto.
-Quiere usted acudir a Huelva para realizar algún tipo de gestión, entiendo.
-Sí, esa es mi intención, trasladarme a la capital para dirigirme al Gobierno Civil, y quisiera hacerlo a la mayor brevedad posible.
-Sabe  usted que nuestros caminos son caminos de herradura, que no se puede ir más rápido que lo que da el paso de la caballería. Así es el camino que tenemos hasta Gibraleón.
Desde Gibraleón sí había posibilidad de tomar una diligencia. Ya lo había consultado el mes pasado antes que iniciara la ruta por Río Tinto. Tampoco el servicio de correos ofrecía muchas posibilidades, pues según había preguntado, en Alosno no había estafeta de correos, la más próxima estaba en Gibraleón, y desde aquí se recibe y se envía el correo solo un día a la semana. Su  interés es acudir a la capital para firmar personalmente la compra de las minas, y con el correspondiente resguardo inscribirlas en el registro de minas de la provincia. Aunque sus mulas son buenas bestias y dispuestas para cualquier recorrido, el desconocimiento de un trayecto tan largo no le parecía que debiera afrontarlo en solitario.
Francisco le propuso que si se daba prisa alcanzaría a los arrieros que partieron para Ayamonte, y les acompañarían hasta la entrada de Gibraleón. Que le podía proporcionar una buena yegua, que seguro alcanzaba a los arrieros después de San Bartolomé.
-Las mulas y asnos de nuestros arrieros se conocen el camino sin que nadie las guíe. Es lo que vienen haciendo hace años, pero la rapidez no es su fuerza, es  la constancia y la capacidad. -dijo Francisco.
El francés pensó que hoy sería imposible ponerse en marcha para alcanzar a quienes le llevaban más de un día de ventaja. Tampoco tenía ordenado los apuntes y las notas que debía aportar para los registros. Por eso decidió que quería salir mañana.
-Entonces,  para mañana le tengo preparado  un buen caballo -dijo Francisco.
Deligny preguntó si no era mala idea viajar solo en un trayecto tan largo, que si no era mejor ir acompañado, porque su idea era volver de nuevo a Alosno si el registro de la mina y el contacto con París daban resultados. Decidieron entonces que el hermano de Francisco, que era un buen jinete, le acompañara hasta coger la diligencia en Gibraleón.
Quedaron en verse por la mañana temprano, al alba. Pasarían por la fonda a recogerle con los caballos preparados. El francés preguntó cuanto tenía que pagarle, y pidió que cuidara de sus mulas, pero Francisco le dijo que estaba seguro que regresaría a Alosno y ya hablarían de precio y colaboración.
Le acompañó a despedirse hasta la puerta, y se puso a calcular el viaje para mañana.
Planificó la ruta a la que estaban acostumbrados. Dispuso ensillar dos caballos habituados a hacer largas distancias. Su hermano y él eran curtidos jinetes, lo que no sabía es si el francés podía aguantar muchas horas cabalgando. Dos buenas sillas de montar, y la del francés recubierta de piel de borrego. A ser posible no parar hasta San Bartolomé, donde se descansará una hora: dar pienso y agua a los caballos y controlar sus pulsaciones. Tres horas más para llegar a Gibraleón, donde se cogerá una calesa porque cuentan con camino carretero. A las 5 de la tarde el señor Deligny puede estar en la capital, acabó calculando.
Francisco miró un cuaderno para saber la salida del sol el 26 de Marzo, y anotó: Orto, 07,25. Ocaso 19,44. Comunicó a su hermano que tenían que ponerse en camino antes de las siete. Y si quería llegarse a Huelva con el francés aprovechara para llevar un encargo, si no, que regresara a Alosno.
Sobre las 17,30 horas un carruaje que traslada viajeros desde Gibraleón, paró en la Plaza de la Concepción de Huelva. El pasajero francés, que había preguntado al cochero por una dirección, marchó desde allí con una carpeta de papeles a la sede del Gobierno Civil. A las 10 de la noche del 26 de Marzo de 1853, D. Ernesto Deligny, de 33 años de edad, casado, natural de París, vecino de Madrid, ingeniero de minas; terminó de presentar el último de los más de cuarenta registros mineros. Al día siguiente se dirigió a la estafeta de correos para comunicar a su amigo, Luis-Charles Decazes, duque de Glücksberg, que “llamaremos Tharsis a las minas del término de Alosno”.

FIN
José Gómez Ponce
Noviembre 2019


martes, 12 de noviembre de 2019

6ª Parte. 1853: “Llamaremos Tharsis a las minas del término de Alosno”


6ª Parte.
1853: “Llamaremos Tharsis a las minas del término de Alosno”

La contemplación de tan inmensos escoriales les tuvo un rato inmovilizados. El francés les daba una interpretación histórica que mantuvo a Escobar atento:
-”La minería antigua ha dejado escrita su historia en inalterables caracteres. Si se observan con escrupulosa atención los escoriales que permanecen intactos al pie de estas minas, se reconocen muy pronto dos clases de escorias, diferentes en su composición, en su riqueza en cobre, en su aspecto y forma exterior y hasta en su colocación o agrupamiento”.
-Estoy de acuerdo, se observa la diferencia - dijo Escobar.
-”Las escorias son pues, los caracteres indelebles de un cambio radical en el método de fundición y semejante cambio tiene todas las probabilidades de haber seguido a un largo periodo de paralización”.
Por supuesto que la destreza y los ingenios que aplicaron los romanos mejoró el rendimiento de los minerales en comparación a cómo fundían los fenicios. Este rendimiento se relacionaba con las más altas temperaturas que se alcanzaban en los hornos de fundición, donde los romanos, expertos constructores, no solo construían mejores hornos, también aplicaron ingenios para insuflar aire a la combustión elevando la temperatura de fundición.
-”Las escoria fenicias se presentan esparcidas en montones extensos de poca altura. Son rugosas, mal fundidas, pastosas. Contienen hasta 2,5 % de cobre. Las escorias romanas se encuentran en montones altos y por su posición, por la forma de los montones, se reconoce que el fundidor ya se preocupaba de obtener un cómodo descargadero de aquellos restos. Estas escorias se presentan perfectamente fundidas. Y su contenido en cobre, mucho menor, oscila entre el 0,45 y 0,55 %.”
-¿Según usted, la minería dio comienzo con los fenicios y continuó con los romanos? -Preguntó Escobar.
-No. Los fenicios que eran expertos comerciantes, encontraron aquí a un pueblo dedicado a la minería y añadieron a su comercio los metales que los antiguos habitantes de esta parte de Iberia elaboraban, lo que fomentó la explotación.
-Usted no ha tenido tiempo de visitar una mina que yo sí he visitado, y donde he encontrado inscripciones y restos muy antiguos. Los llevé al párroco don Manuel Ambrosio, que como le he dicho sabe tanto de historia, y la respuesta que me dio es que los conservara, porque alguien me tendrá que confirmar lo que él sospechaba, que pertenecían a los primeros pobladores, antes que fenicios y romanos. - dijo Escobar.
-Lo creo. Igual que los romanos continuaron a los fenicios y usted y yo continuaremos a los romanos, si conseguimos poner en explotación estas minas.
-Entonces, ¿después de los romanos no hubo actividad minera, se paralizaron las minas? -Preguntó Escobar.
-No. En la provincia de Huelva no hubo continuidad a la dominación Romana. Los musulmanes laboraron en Córdoba y poco más. Con la importancia que tuvieron estas minas y también las de Río Tinto, pues en ninguna de las dos han aparecido hallazgos de la dominación musulmana.
-Me lo confirmó don Manuel Ambrosio, que los hallazgos mineros en los alrededores de Alosno no eran de procedencia árabe.
-Las monedas que usted me mostró son todas romanas. -dijo Deligny.
Continuaron hablando de minería y de historia. Cuanto más hablaba el francés más interés despertaba en Escobar. Le consideraba un hombre versado en historia y por eso volvió a invitarle que se reuniera con el párroco. Reunión a la que él se daba por invitado.
-Usted sabe que lo que me urge es contactar con París, pero por supuesto que en cuanto tenga tiempo espero que usted me presente ante él.
Deligny sacó el cuaderno donde llevaba anotado todas las observaciones de los lugares que había recorrido desde el mes de Febrero. Buscó las últimas anotaciones desde la salida de la Puebla y cuando llegaron a la falda del Madroñal y a los escoriales. Tenía una hoja dedicada a los cálculos que había realizado y que actualizó sobre la marcha. Después le leyó a Escobar el resultado de sus anotaciones.
-Si las escorias que hemos visto le suponemos un volumen de tres o cuatro millones de toneladas, para que la mena extraída dejara tal cantidad de residuos tenía que ascender entre 4 y 5,5 millones de toneladas. Unas cantidades de pirita extraída considerables.
Durante el recorrido había ido colocando las estacas que le preparó el mozo de la fonda. Él clavaba en un sitio y le pedía a Escobar que clavara en otro lugar, a una distancia que calculaba mentalmente. Conformaba así los cuatro puntos de un polígono cerrado donde se contenía la extensión del terreno que se quería solicitar para ejercer la minería. Después consultaba la orientación con la brújula y lo anotaba en su cuaderno. Cuando completaban los cuatro vértices de un registro, marchaban a otro lugar que señalaba el francés y volvían a repetir la operación: clavar estacas, orientación, y anotar en el cuaderno. Así acabaron delimitado cinco polígonos irregulares y Deligny creyó que era el momento de regresar. Comprobó que todos limitaban en parte con terrenos comunales de Alosno, con la sierra de Santo Domingo, o con el nombre que le daban a los escoriales. Observó que desde la cumbre más alta de la sierra no solo se podían contemplar todos los escoriales y labores mineras abandonadas por los romanos, también las demarcaciones que acababan de hacer. Preguntó a Escobar si la cumbre más alta tenía un nombre particular, pero al responderle que lo desconocía, que todas las cumbres y sus estribaciones eran conocidas por sierra de Santo Domingo, optaron por abandonar el lugar y marchar de regreso a Alosno. Deligny tenía anotado referencias suficientes para la demarcación de los registros mineros, que esperaba denunciar a su nombre y al de Decazes.
De regreso al pueblo toparon con el pastor que les había saludado unas horas antes. Les condujo a un pozo donde dieron de beber a las mulas y llenaron su calabaza de “peregrino” para el regreso. Escobar aprovechó para preguntarle si la cumbre más alta de esta sierra era conocida por un nombre distinto. El pastor dijo que sí, que esa cumbre más alta era la cumbre Tarse, que así se lo habían trasmitido su padre y su abuelo, que también traían hasta aquí animales a pastar. Escobar repitió el nombre al francés que no lo había escuchado. Al oírlo se acercó al pastor y le pidió que lo repitiera.
-Ese es el monte Tarse, señor -dijo el pastor señalando.
-¿Y siempre se ha llamado así?.
-Señor, mis antepasados lo llamaban así, y así lo llamamos.
Escobar observó que el francés quedó paralizado al oír el nombre de Tarse. Pensó que no era importante para ubicar los registros porque ya tenía otros nombres de referencias con los que delimitar perfectamente los denuncios mineros.
-Señor Deligny, ¿hay algún problema con el nombre Tarse para los registros?
-¿No comprende usted la antigüedad que tiene este nombre que nos ha descubierto el pastor, para entender la importancia de estas minas? -preguntó Deligny. 
-La verdad que no, desde la capital se conoce como la sierra “Ensillada”. Otros nombres que se dan aquí a otras cumbres también pueden tener un significado misterioso o desconocido: Juré, Hueca, Gua, seguro que relacionados con la actividad minera. Pero en el de Tarse, la verdad, no había reparado en su importancia histórica.
Para Deligny el nombre es toda una revelación. Entiende que están reconociendo escoriales del reinado de Hiram rey de Tiro. La Turdetania, cuyos habitantes se sabían descendientes de los antiguos tartessos, y que el historiador griego Estrabón admite en sus crónicas. Después es bautizada por los romanos cómo Baetica, en alusión al nombre del río Guadalquivir.
-El párroco que usted conoce seguramente encontrará en el nombre de Tarse la misma importancia que encuentro yo.

Continuará...
José Gómez Ponce

Noviembre 2019

jueves, 7 de noviembre de 2019

5ª Parte. 1853: “Llamaremos Tharsis a las minas del término de Alosno”


5ª Parte.

1853: “Llamaremos Tharsis a las minas del término de Alosno”

Partieron de Alosno a la luz del crepúsculo. Deligny cargó también un manojo de estacas que el día anterior había pedido al mozo que las consiguiera, y cedió la otra mula a Escobar. Como había previsto hacer un recorrido de los escoriales y sus alrededores en profundidad, y permanecer allí el tiempo que hiciera falta, propuso llevar una alforja con algunas viandas. Propuesta que aceptó hacerse cargo Escobar. Preparó unas lonchas de panceta, un trozo de queso, y medio pan horneado el día anterior. Lo envolvió todo y lo metió en una talega.
Cuando llegaron a la falda de la sierra de Santo Domingo se cruzaron con un rebaño de ovejas, el pastor que las conducía saludó a Escobar, era alosnero.
Desde abajo se divisaban pequeños montículos y oquedades en el terreno. Deligny comentó que aquellos tenían que ser pozos romanos, utilizados para ventilación de las galerías donde se atacaba el mineral, también para unir los distintos niveles, o subir mediante tornos el mineral extraído.
Escobar compartía esa finalidad pero lamentó cuanto sacrificio esclavo había en todos esos trabajos.
Para Deligny la minería romana era un asunto del que se venía preocupando intensamente hacía meses. No solo la consulta de la Revista Minera era casi una obligación, también la lectura de memorias e informes publicados que trataban de su laboreo. Desde que Charles Decazes le propusiera dirigirse a Huelva para comprobar la viabilidad de invertir en explotaciones mineras, dada la creciente demanda de materias primas que la industria europea requería, su interés por la historia y el mundo antiguo eran más que evidentes.
Pero esta afición por la minería en particular, pero por la cultura clásica y la admiración por los trabajos de griegos y romanos, ya se le había despertado en la Escuela Central de las Artes y Manufacturas de París, donde se diplomó en la especialidad de metalurgia. Que ahora, con el encargo de visitar el distrito minero de Huelva, no hizo más que despertar su interés por comprender cómo se organizaba el mundo romano para llegar a convertirse en los mayores expertos en labores mineras, en su planificación y aprovechamiento. Los esclavos formaron parte del sistema romano de explotación. Los hallazgos de grilletes y argollas encontrados así lo demuestran. Y siguieron hablando y recorriendo el terreno.
En las minas trabajaban miles de obreros perfectamente organizados, siendo esclavos la mayoría. Diodoro Sículo, el gran historiador, explica que los romanos no solo compraban esclavos que entregaban a los capataces mineros, también les enviaban a prisioneros de guerra y a quienes condenaban en trabajos forzados en las minas o las canteras, que las leyes romanas llamaban damnati ad metalla (condenado a la minería). Este castigo era considerado el más riguroso después de la pena de muerte.
El francés tenía leído que la organización del trabajo en las minas había pasado de manos privadas, en la época de Tiberio, a manos del imperio, gestionado por un procurator metallorum, gestor o gerente en metales. Así lo atestiguaba la inscripción en una lámina de cobre aparecida en una galería de Rio Tinto en 1762, siendo el procurator de aquella mina de nombre Pudente.
Ese grado de perfección alcanzado tenía que ver con un propósito ya definido para la conquista de la península Ibérica, apropiarse de los recursos minerales.
Conquista que en el caso de Huelva parece llevarse a cabo hacia el 194 A.C. Por las legiones de Marcus Porcius Cato, militar, escritor y político. Continuaba así la conquista de Hispania cuando otro general romano, Publio Cornelio Escipión, expulsaba a los cartagineses en la II guerra Púnica.
-En la vertiente norte de esta cumbre está una de las minas más antiguas. -comentó Escobar.
Allí había encontrado las lucernas que le mostró el día anterior. Y de una vertiente a otra se accedía por un paso que era conocido con el nombre de Portillo de Santo Domingo. Siguieron hablando de la organización que los antiguos tenían para el trabajo en la mina, donde las lucernas no solo alumbraban el trabajo del minero, también servían para controlar la duración de la jornada. Que las herramientas que empleaban para trabajar en las profundidades estaban fabricados en hierro: punterolas, piquetas, cuñas, picos, mazas, tenazas. Utilizados indistintamente para arrancar el mineral, para su trituración, o para el entibado de las galerías.
Escobar preguntó al francés si quería cruzar la sierra para ver un escorial importante, el que estaba a la falda del cabezo Madroñal, o recorrer la sierra que estaban a punto de cruzar.
Deligny propuso subir a la cima para observar desde esa altura la situación y extensión de los escoriales. La maleza lo invadía todo. Dejaron las mulas al borde del sendero atadas a unas ramas para continuar la subida a pie. Jaras, aulagas, jaguarzos, torviscos, le dificultaban el paso.
Jadeando llegaron a la cima. La vista impresionó al francés. El cielo estaba despejado, hacia los cuatro vientos se podía contemplar el paisaje con total claridad. Sacó su brújula y fue describiendo: -“Al S.E. el puerto de Huelva, después, en un terreno más llano, Palos, Moguer; y al S. Cartaya. En la lejanía, dirección N.E., se divisa un cerro colorado, aquello es el cerro Salomón de Rio Tinto, y el humo, el de las teleras en combustión. Siguiendo por la sierra de Aracena, de Almonaster, de Aroche. Por los humos de las calcinaciones se distinguen otras minas: Poderosa, San Miguel, San Telmo, y otras”.
La extensión de los negruzcos escoriales destacaban a uno y otro lado de la sierra. Iba anotando en su cuaderno situación y calculando cantidades. Decidieron bajar por la cara sur, algo más despejada y en pendiente, para seguir con los cálculos.
Escobar le comentó que por el poco tiempo que lleva en Huelva, según le dijo, había recorrido muchas minas, todas las importantes. Él, llevando años en la provincia, en Alosno, no ha visitado tantas minas. Esto le confirmaba que el francés estaría avalado por grandes inversores que querían un detalle preciso de la mina para invertir. Por ello comprendía la premura que le invadía en mandar informes a París.
-Bueno, usted y yo no somos niños, pero aún tenemos fortaleza y tiempo para implicarnos en proyectos.
Escobar le confesó la edad, 33 años, los mismos que Deligny. Ambos se sonrieron, y pensaron en la extraña coincidencia, que con la misma edad tenían interés por la minería, y que habían venido desde lejos, aunque más el francés. Se llegaron a las falda del Madroñal, que Escobar los tenía descrito en la memoria que se publicó en el “Correo sevillano”. Deligny los había visitado hacía unos días. Ambos compartían opiniones de las posibilidades que tenía la zona. Escobar para ponerlas en explotación, que ya sería un logro. Deligny, para llevarlas al nivel de Rio Tinto, cuanto menos.

Continuará...
José Gómez Ponce
Noviembre 2019

lunes, 4 de noviembre de 2019

4ª Parte. 1853: "Llamaremos Tharsis a las minas del término de Alosno"

4ª Parte.

1853: “Llamaremos Tharsis a las minas del término de Alosno”

Llegaron a una casa situada a escasa distancia. La puerta estaba encajada pero el postigo abierto. El mozo introdujo la cabeza y llamó.
Desde dentro alguien contestó. Se abrió la puerta y salió un hombre de mediana estatura con unos papeles en la mano.
-Pensé que era el alguacil para recoger una documentación -dijo.
-Don Luciano, este señor quería verse con usted. Ha venido de la Francia y también le interesan los minerales.
-Bien, pase usted.
En ese momento se despidió el mozo alegando que tenia tareas que realizar. Entraron hasta un patio al fondo de la casa. Tomaron asiento en sillas de enea, alrededor de una mesa camilla sin enaguas, y ahora servía de mesa jardín. Al lado una mesa tocinera usada para sostener tiestos con geranios, y todo bajo las ramas de una parra en brotación que salía de un alcorque en el suelo.
-A quien tengo el gusto de recibir en mi casa.
El francés se presentó, le explicó donde había estado y que tan buena impresión le había causado. Sacó un sobre de su mochila y se lo entregó diciendo:
-Esto es para usted.
La carta que leyó Luciano decía esto:
Estimado Luciano Escobar:
Le entrego esta carta al señor Ernesto Deligny, ingeniero de minas, para que se ponga en contacto con usted. En mi conversación con él muestra un claro interés para poner en explotación alguna de las minas de nuestra provincia. Le he remitido a usted porque la memoria que me envió, y que yo le mostré, la considera muy interesante y ha decidido visitar esos escoriales del Alosno.
Reciba un cordial saludo.
Atentamente. Agustín Martínez Alcibar.
Contó que llevaba unos años viviendo en Alosno, a donde llegó desde Almadén del Azogue para hacerse cargo de una mina que acabó cerrando. Que al parecer aquí se dedicaron a la minería hace siglos. Que en su exploración por los alrededores tenía recogido apuntes sobre las minas, pozos y socavones que había visitado. Que guardaba objetos encontrados que atestiguaban la antigüedad de esas minas. Al preguntarle el francés si conservaba esos hallazgos, le dijo que sí. Entró en otro cuarto de la casa y apareció con varios objetos que puso sobre la mesa. Eran dos lucernas, una especie de zapapico corroído por el oxido y sin mango, y varias monedas; algunas con inscripciones legibles en latín.
-Esta es un denario, con la esfinge de un emperador -dijo el francés observándola.
-Esa la encontré yo.
Había otras más deterioradas que no parecían monedas si no adornos, que entregó al francés para que las examinara, pero no sabia decir si eran monedas o no, y preguntó donde las había encontrado.
-Esas me las trajo un campesino que las encontró en el cabezo Juré. ¿Veo que a usted le gusta la historia?
-Sí, y la arqueología.
Luciano continuó informando de la vida en Alosno, donde parece que los hombres solo se dedican a la arriería recorriendo España. Otros también se dedican al contrabando con Portugal. Que en el pueblo había dos escuelas donde acuden unos 190 niños. Que tenían dos ermitas y una iglesia. Que el terreno del pueblo no es muy fértil y una parte es monte alto donde predominan las encinas y utilizan la bellota para engordar cerdos. Que tienen unas 10.000 cabezas de ganado lanar y cabrio y 500 de vacuno. Se producen trigo y avena, y bastantes naranjas que se llevan por los pueblos cercanos. Esta información se la había proporcionado el cura del pueblo, don Manuel Ambrosio, que le dijo también que el gran arqueólogo e historiador, Rodrigo Caro, visitó Alosno, y que en los alrededores existió una población romana. Que si quería saber más del pueblo debería acudir a hablar con don Manuel, que está versado en historia.
Por supuesto que al francés le apetecía charlar con el párroco, pero la misión de su visita a tan lejanas tierras era informar cuanto antes a su amigo Decazes. Por eso se centró en las anotaciones y planos que Escobar había elaborado en su visita a los escoriales. Le preguntó si los planos adjuntados a Martínez Alcibar los había actualizado, y si había hecho más gestiones con ellos. Al responderle que había recorrido algunas ciudades con ellos adjuntándoles una memoria, sin obtener apoyo ninguno, decidió publicarlos en un periódico, “el correo sevillano”, para que fuera conocido por posibles inversores, pero hasta la fecha no había interesado a nadie.
-El único interés efectivo parece ser el suyo -acabó diciendo.
Se despidieron acordando girar visita a los escoriales al día siguiente.
Esa noche ambos durmieron pensando en la visita de mañana, de lo importante que era. Para Escobar, que alguien que haya venido de tan lejos para poner en explotación estas minas, que él tanto había contribuido a divulgar, era culminar un esfuerzo que llevaba años persiguiendo. Para Deligny, que ya tenía decidido que era en estas minas en las que había que invertir. Que por fin, después de recorrer la provincia visitando otras minas, aquí daría por terminado su periplo. Comunicaría esta decisión a Decazes y a los accionistas que le respaldaban.
Tampoco pasaba por alto que tomar esta decisión le podía suponer quehaceres, responsabilidades y problemas, que por ahora ni vislumbraba.
Recordaba que su experiencia profesional en España se había iniciado dos años antes, en la construcción de ferrocarril Gijón-Langreo, donde participó como ingeniero. Aunque en Francia trabajó a las ordenes de Eugenio Flachat, el gran ingeniero civil, que lo contrató de jefe de sección para el ferrocarril Saint Germain-Versalles, donde tuvo que tomar decisiones de gran responsabilidad. Su venida a España fue una decisión personal. La intervención de Flachat recomendandolo fue fundamental, ya que era el asesor para la construcción de los ferrocarriles en Asturias, asociado a los hermanos Pereira, judíos de origen portugués, financieros de los ferrocarriles; rivales de la familia Rothschild, judíos ashkenazí.

Continuará...
José Gómez Ponce
Noviembre 2019

viernes, 1 de noviembre de 2019

3ª Parte. 1853: “Llamaremos Tharsis a las minas del término de Alosno”


3ª Parte.

1853: “Llamaremos Tharsis a las minas del término de Alosno”

Le dijo que le siguiera, que le llevaría donde alojarse y comer. En el pueblo tenían casa de peregrinos, donde daban pan a los mendigos transeúntes, pero este forastero no tenía pinta de andar mendigando, y si preguntaba donde pasar la noche y comer, tenía que acompañarlo a la fonda que un sagaz alosnero había puesto en marcha y daba trabajo a otros vecinos del pueblo. Llegaron a una casa grande y antigua, con una puerta abierta a dos hojas por las que pasaba holgadamente un carro y daba acceso al patio empedrado. Una mujer salió de las dependencias de la casona y preguntó qué deseaban. El acompañante del francés le dijo a la mujer que el señor buscaba alojamiento. Le dio las gracias al acompañante y prestó atención a las indicaciones de la mujer: donde estaban situado los establos, las letrinas, donde asearse, y si quería comer. A todo dijo que sí.
Un mozo le ayudó a descargar el baúl y quitar los arreos a las mulas. Después cogió una llave de un testero y le ayudó a llevar el baúl a la habitación. Le preguntó si quería comer, para que su mujer, que hacía de cocinera, contara con una boca más.
Entraba luz por la ventana del cuarto y quiso aprovechar para adecentar el contenido del baúl antes que el ocaso lo dejara en penumbra. El mozo le había dicho que las horas de comida se avisaban con el sonido de una campanilla, y eso era lo que acababa de sonar, la llamada al comedor. En una larga mesa de madera, de cuatro varas de larga, se encontraban sentados en un extremo tres personas. Esperó que el mozo le dijera donde sentarse, pero le preguntó si quería cenar aparte. Dijo que no, que no le importaba compartir la mesa. Los tres comensales ya le habían dirigido algunas miradas intentando averiguar quien era aquel hombre de aspecto raro y de hablar distinto. Como el francés había captado la curiosidad que causaba su presencia, declinó comer aparte y le señaló al mozo el plato vacío que estaba junto a uno de los comensales. Dijo que no le importaba comer junto a estas personas, si a ellos no les importaba. Los tres dijeron que no, que por favor se sentara. Era lo que el francés quería, hablar con los vecinos del pueblo, darse a conocer, explicar lo que pretendía; y que mejor ocasión que aprovechar la primera oportunidad que se le presentaba. Estaba tan convencido con lo que había visto en su viaje hasta la ladera del Madroñal, que sabía que tenía que gustar a su amigo Luis-Charles Decazes en París. Se sentía inmerso ante la enorme responsabilidad de poner en explotación una actividad minera que llevaba siglos abandonada.
Los cuatro comensales estaban a la espera que le sirvieran. En la mesa había cubiertos, vasos y platos, distribuidos delante de los cuatro asientos. También unos candiles de bronce de tres picos adornaban la mesa, que se encendían cuando no llegara luz desde las ventanas. Tomado asiento el francés, empezó el interrogatorio que esperaba.
-Señor, usted no es de por aquí.
Ante esta pregunta, dijo de donde era, de donde acababa de llegar. Se extendió sobre la importancia de la minería para crear riqueza en los pueblos. Hasta el mozo y la cocinera que preparaban la comida, llegaban las explicaciones del francés. Después preguntó que ellos a qué se dedicaban. Respondieron que a distribuir mercancías por muchos pueblos. Que conducían reatas de mulos y asnos para trasladar mercancías de unos sitios a otros. Que eran arrieros, a lo que se dedican muchos habitantes de este pueblo. Uno de los comensales dijo que venía de Cádiz, donde recogía mercancías que descargaban los galeones y desde aquí trasladarlas a Ayamonte, Extremadura o Castilla, para regresar trayendo frutos y géneros manufacturados a Andalucía. El francés siguió preguntando por las dificultades de este trabajo. Le respondieron que las rutas duraban varias jornadas, y los caminos no siempre estaban transitables. Que a veces los galeones tardaban en arribar y los días de espera era detrimento para el negocio. También le dijeron que desde aquí se comercia con Portugal, de donde traen artículos como café y azúcar que son muy apreciados, pero que este comercio es más arriesgado porque los guardias te pueden disparar, aunque en dos jornadas has ido y vuelto.
Les dijo que con lo que él pretende, lo mismo tenía que contratar sus servicios, que no les llevaría muchas jornadas, que no tenían que esperar del arribo de ninguna embarcación, porque siempre tendrían mercancías que transportar. Los arrieros, incrédulos, esbozaron una sonrisa, y uno de ellos respondió.
-Lo que usted mande, señor.
Ya habían comido la sopa y el mozo trajo una bandeja con trozos de la gallina que había hervido con la sopa y se propuso repartir una porción a cada comensal. Le dijeron que no, que la dejara en la mesa que ellos se servían, que lo hiciera primero el francés. Este observó la cantidad de carne que había en la bandeja y calculó que tenía que servirse una cuarta parte, pero por prudencia se sirvió bastante menos, por lo que los arrieros insistieron que se sirviera más, cosa que hizo. Siguieron hablando en la sobremesa cuando el mozo había encendido dos de los candiles.
Uno preguntó al francés si tenía previsto hacer una incursión por los alrededores, porque en el pueblo se sabía que otras personas llegaron buscando minerales, incluso laboraron alguna mina que después cerraron. El mozo intervino para informar al francés que al pueblo había llegado otro minero para hacerse cargo de una mina y descubrir minerales, que llevaba unos años viviendo entre nosotros, y lo mismo ha realizado visitas a lugares que a usted le puede interesar.
-Sí, creo que usted se refiere al señor Escobar, Luciano Escobar.
-Exacto, vive cerca de aquí. Si a usted le parece bien, mañana le acompaño.
Los arrieros se despidieron, se dieron las buenas noches e informaron que por la mañana emprendían camino hasta Ayamonte, que los animales estarían descansados y alimentados. Marcharon a las habitaciones portando cada uno un portavelas que el mozo les había encendido.
El viaje desde la Puebla, recorrer los escoriales, y después llegarse al Alosno, le hacía sentirse cansado. Se tendió en el catre y se durmió profundamente. Por la mañana diría que la noche había transcurrido en silencio. Ni había escuchado los ladridos de los perros callejeros, ni el rebuzno de los asnos que estaban en el establo.
Escuchó la campanilla y dedujo que llamaba para el desayuno. Se dirigió al excusado que estaba al final del pasillo. La intimidad se reservaba con una puerta de madera con acceso a una letrina estrecha y poco higiénica. Volvió al cuarto y se aseó en la jofaina que el mozo había colocado en una silla de enea envejecida. En el espaldar, un trapo pespunteado en su contorno que hacía de toalla, pero denotaba que antes había sido colcha, sabana, o cortina.
El desayuno consistía en café negro que preparaba la cocinera a partes iguales con achicoria. Y rebanadas de pan recién horneado. El mozo le explicó que podía untar el pan en el aceite que contenía un plato junto a la taza. El azúcar estaba en un papel de estraza que el mozo deslió en su presencia. Cuando terminó de endulzar el café lo recogió llevándolo a la cocina y relatando algo sobre evitar moscas y otros insectos. Una vez desayunado le recordó al mozo si le podía acompañar a visitar al señor Escobar.
-Si señor, en un momento le acompaño.

Continuará...
José Gómez Ponce
Noviembre 2019

miércoles, 30 de octubre de 2019

2ª Parte. 1853: “Llamaremos Tharsis a las minas del término de Alosno”

2ª Parte.
1853: “Llamaremos Tharsis a las minas del término de Alosno”

Ante la pregunta del francés sobre la dificultad del camino y la distancia hasta el lugar, contestó que todos los que hacían ese camino a pie, unas tres leguas, ya tenían comprobado que a la salida de misa de alba llegaban al lugar antes de medio día, por lo que si hacían el camino a caballo llegarían mucho antes. El francés sacó su reloj de bolsillo que había ajustado con el reloj de pared del ayuntamiento, y calculó el recorrido dependiendo del asno que montaba Felipe, ya que sus mulas eran más rápidas. Concluyó que llegarían con tiempo suficiente para iniciar otra ruta, pero ese nuevo trayecto no lo podía asegurar hasta que no llegaran a los escoriales.
Siguió el dialogo comentando que el señor alcalde le había dado buenas referencias de él, que estaba muy agradecido de acogerlo en su casa y de acompañarlo para visitar los escoriales. Que declinó la invitación para subir al cerro del águila y contemplar desde allí parte de los escoriales, porque le urgía contactar con un amigo en París que esperaba sus noticias. Que ya había recorrido otras minas y no le parecían interesantes para informar a su amigo, y por eso quería llegar cuanto antes a los escoriales del Alosno.
El puebleño le contestaba que también otros campesinos hacían el camino al mismo lugar, trasladando ganado, y que el alcalde, que era pariente suyo, le pregunta por los escoriales. Que una vez se topó con varios hombres, que caminando por allí y con unos martillos pequeños, daban golpes entre las piedras. Como el único ruido que se escuchaba era a veces del viento o el cencerro de un macho cabrio, el repiqueteo entre las piedras le hizo descubrir a aquellos hombres y se acercó para preguntarles. Así se enteró que buscaban minerales, que habían venido de muy lejos, y si aquello les interesaba vendrían otras personas para hablar con los dueños de esos terreno, le dijeron. Otra vez, unos hombres le habían pedido ayuda para que les acarreara leña con la que hicieron una hoguera, donde pusieron pequeños trozos de las piedras que tenían arrancadas con sus martillos. Todo esto lo tenia comentado Felipe a su pariente alcalde, y por ese motivo creía que lo había puesto en contacto con este hombre que se hacia llamar Ernesto.
Esto que relató durante el viaje, había observado que llamaba su atención. El francés le preguntó si había vuelto a ver a esos hombres por aquellos escoriales. Le contestó que nunca, a nadie más, y la conversación siguió por otros derroteros.
Felipe tenía curiosidad de preguntarle porqué hablaba español con tanta facilidad, y aprovechó la oportunidad cuando al pasar a la altura del santuario de la Virgen de la Peña, que con sus 400 metros de altura sobre el mar, formado de dura cuarcita, sobresalía del entorno; el francés dijo que aquel cerro del águila había servido de atalaya a romanos y sarracenos. Le preguntó entonces si había vivido en España. Le contestó que efectivamente, en Asturias, donde acudió para la construcción del ferrocarril de Langreo, pero que ahora estaba en Andalucía por su amigo, que le había encomendado visitar algunas minas para invertir. Que el ferrocarril y los minerales eran trabajos que tenían mucho futuro. Felipe comprendió entonces que su pariente alcalde tenía que pensar igual, que buscar minerales debía tener más provecho que trabajar el campo o cuidar animales. Pero no compartía que en el pueblo hubiera gente que quisieran vender sus tierras para ponerlas al servicio de la minería, por mucho futuro que vieran el francés y el alcalde. Así siguieron caminando cuando en lontananza los negruzcos escoriales destacaban entre el verde de los jarales.
Ansioso por llegar, quiso acelerar el paso de sus mulas, pero la que llevaba el baúl parecía que lo perdería por el camino, por lo que Felipe, que ya había adquirido cierta confianza, acabó diciéndole.
-Don Ernesto, que el terreno no es propio para el trote.
Llegaron al fin a los grandes escoriales. Desmontaron. Amarraron la caballería a un arbusto. El campo estaba en completo silencio. A lo lejos pastaban ovejas que parecían no ser conducidas por nadie, pero Felipe sabia que pertenecían a alosneros, que pastoreaban por esas fechas.
Sobre los escoriales crecía por azar alguna planta de jara, porque el viento trasladaba tierra y semillas desde lugares fértiles. El francés sacó de su mochila una lupa y un pequeño martillo con punta. Con alguna dificultad caminaba entre las escorias. Se le veía dar pasos aquí y allá, tomar notas en un cuaderno. Se adentró tanto que lo perdió de vista. Felipe comprobó que el sol no estaba en su cenit, por lo que pensó que tenían tiempo para regresar con luz solar. Apareció a lo lejos en lo alto de un montículo haciéndole señas para que acudiera. Aseguró la caballería a los matorrales y acudió a su llamada.
Desde esa altura se divisaban hacia el sur algunas casas y la torre de una iglesia. Suponía que aquellas viviendas eran del Alosno. Felipe, que ya conocía el avistamiento, le confirmó que aquello era Alosno, que desde allí acuden pastores con su ganado.
Le preguntó por la distancia. Felipe no sabia cuanto, pero mucho menos que a la Puebla, porque había comprobado que algunos campesinos marchaban a Alosno para resolver algún asunto y regresaban para continuar con sus tareas.
El sol les daba margen para permanecer más horas en aquel lugar sin temer por el regreso. El francés seguía anotando datos en su cuaderno, golpeando piedras, calculando distancias. Felipe tomó las riendas de la caballería y los trasladó de lugar. Así estuvo largo rato a la espera que don Ernesto dijera que volvían a la Puebla. Le llamó para decirle algo que no se esperaba, que se marchara solo al pueblo, que él continuaba hasta Alosno. Había divisado un sendero que debería ir en esa dirección y quería llegar con tiempo de buscar alojamiento.
Se despidió de Felipe poniéndole en la mano algunas monedas y diciéndole que si todo salía bien se volverían a ver. Le dio las gracias. Quiso devolverle el dinero porque ya le había pagado generosamente antes de salir de la Puebla, pero el francés insistió que se lo quedara.
Montó en “Crispín” para regresar por donde había venido. Durante el regreso pensaba si no sería un cumplido del francés el que se volverían a ver.
Deligny se encaminó por el sendero que había divisado desde la altura. Emprendió la marcha para llegar a otro pueblo, mentado pero desconocido, Alosno. Esta vez hacía el trayecto alegre y satisfecho por cuanto había visto, no lo podía disimular. Y era verdad, el reconocimiento de los grandes escoriales había causado tanta satisfacción en el francés, que ni observó que ya estaba llegando hasta las primeras casas si no fuera porque algunos perros ladraron a su mula.
Una mujer salio de casa, llamó por su nombre a los perros y los hizo callar. El francés le preguntó cómo se llegaba al Ayuntamiento.
-Siga la calle y vera la bandera de España.
Llegó al edificio con la bandera y le pareció que estaba cerrado. En la puerta algunas notas informaban de bandos, acuerdos y recursos. Bajó de la mula. Alguien que pasaba le informó que el secretario estaba en misa, que el Ayuntamiento no abriría hasta mañana. Le preguntó donde podía alojarse a pasar la noche y cuidar de sus mulas.

Continuará...

José Gómez Ponce
Octubre 2019

domingo, 27 de octubre de 2019

1853: “Llamaremos Tharsis a las minas del término de Alosno”


                                                        
                                                                 PRÓLOGO

Todos los pueblos tienen una historia, un pasado, que solemos recordar y cuando no, olvidar. A estos recuerdos se dedican escritos, efemérides o celebraciones. Allí donde sobreviven anfiteatros, castillos, o restos prehistóricos, tienen elementos tangibles que mostrar. También, cuando el trabajo de pueblos milenarios dejan sobre el terreno una actividad que restos arqueológicos corroboran. Si esa actividad se ha mantenido prácticamente hasta nuestros días, sufriendo periodos de interrupción centenarios, es evidente que su recuerdo es motivo para celebraciones. Algunos hechos constatables de la máxima importancia forman parte de la historia  de Tharsis. Si prescindimos de Ad Rvbras por que los historiadores no tienen un veredicto claro, y sobre las vías romanas queda mucha  luz por arrojar, hay una fecha que da identidad de forma clara al resurgir de la minería en la época moderna; que no necesita de interpretaciones o hipótesis, más o menos creíbles, para que celebremos un acontecimiento notable, esa es el 26 de Marzo de 1853. Ese día quedó recogido que existiría un pueblo que iba a continuar con la actividad que ya habían desarrollado siglos antes.
El reconocimiento de los escoriales del Alosno, por parte de Ernesto Deligny, nos vuelve a situar en la historia de forma inequívoca. Partiendo de sus relatos sabemos cómo llegó hasta nosotros, su recorrido, el camino desde la Puebla, su itinerario en definitiva. Que se presta a ser reconocido y valorado, y que ya lo recorrimos con sus descendientes por primera vez en Noviembre de 2016, y lo volvimos a repetir en Enero de este año.
Esa visita, hace más de 160 años, es descrita en sus apuntes históricos, y ya nos gustaría que en ella hubiera aportado más detalles. Pero como el asunto siempre me pareció importante e interesante, la única forma de entrar en los pormenores es novelando esa fecha, y es lo que me he propuesto.
Refiero el encuentro con Luciano Escobar y la ayuda que le presta, la sintonía que parece existir entre los dos pero que Deligny no menciona en sus apuntes. El apoyo que le ofrecen en Alosno desde el primer momento, para una colaboración de beneficio mutuo. El panorama de subdesarrollo que encuentra: caminos de herraduras, comunicaciones con la capital más que deficiente, una población eminentemente campesina o dedicada a la arriería, poca actividad minera.
Durante todo el recorrido deja claro su compromiso con el amigo en París al que tiene que informar, del que ha recibido el encargo de visitar unas minas en las que quiere invertir, y se lanza a recorrer un territorio que le es totalmente desconocido.
Una pincelada también, al contexto social de unos pueblos, los más cercanos, que después surtirían de la primera mano de obra, donde los campesinos acabarían convirtiéndose en mineros.
Claro, que después de firmar los denuncios mineros una serie de tareas y problemas se le iban a presentar, pero el hito histórico ya estaba registrado.
El título del relato no podía ser otro, el que quedó plasmado en el Gobierno Civil de Huelva a mediados del siglo XIX. El comienzo de una actividad minera que daría nombre al poblado que surgió a su alrededor.

José Gómez Ponce
Octubre 2019
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1853: “Llamaremos Tharsis a las minas del término de Alosno”. 1ª Parte.

Bajando la calle Ladera van dos hombres. Uno tira de un asno, el otro de dos mulas. Son las primeras luces del día. Un vaho de niebla cubre aún el ambiente. La noche anterior hizo frío, se notaba que las chimeneas del pueblo seguían lanzando humo y las calles se llenaron del familiar aroma que desprenden las jaras al quemarse. La primavera comenzaba ese día, pero esta mañana recordaba más que seguía el invierno.
Felipe, que iba en cabeza, tiraba del asno, tras él, el otro hombre con las riendas de dos mulas. Una portaba lo que parecía un baúl de piel, atado a la albarda con correas de cuero. Se dirigieron a la Ratera, allí tenían que encontrarse  con la Benita, mujer de su compadre, para darle un encargo.
A la Ratera acudían las mujeres con las primeras luces del día para llenar de agua los cántaros. Además de las tareas del campo, otros menesteres de la festividad le requería más trabajo. Era Semana Santa, por ello, acarrear el agua  de la fuente a primera hora les daría más tiempo para el resto de tareas, y saben que más tarde se producen colas de cántaros. La Benita acababa de llenar cuando se le acercó Felipe para decirle que no podía sacar sus cabras,  que las sacará el compadre, su marido, que él tenía que acompañar al señor hasta los escoriales del Alosno. Dado el recado montaron en los animales, Felipe en el asno, el forastero que le acompañaba, en una mula, la otra, qué portaba el baúl, la sujetó al tiro de su silla. La Benita le preguntó si regresaría para encerrar a las cabras. Miró al forastero porque no sabía qué respuesta dar, y al mover  este la cabeza afirmativamente le respondió que sí, que estaría para llevarlas al aprisco. Felipe era el guía que había contratado el forastero, porque el Alcalde, pariente suyo, así se lo había pedido.  Lo llamó al Ayuntamiento y le propuso que tenía que acompañar al forastero, y además acogerlo en su casa, petición que no rechazó; y aceptó, igual que el forastero, el importe que tenía que recibir y que le fue abonado en el acto. El alcalde había recurrido a Felipe porque era uno de los cabreros que pastoreaban en las laderas del Madroñal y de la Sierra de San Cristóbal, terrenos que compartían con los pastores del Alosno. Sabía la curiosidad que aquellos escoriales tenía para el pastor, los había recorrido muchas veces. También, como no, por que era pariente suyo. 
Felipe era padre de dos zagales, uno que ayudaba en casa y a él, pero que ahora estaba trabajando de porquero en la Alquería. El otro, más pequeño, les había dicho su maestro que Felipin tendría que marchar a la capital, tenía dotes para el dibujo artístico, y todo el sacrificio que hacían en casa les parecía poco. Los reales que ya había obtenido por un trabajo tan sencillo con el forastero le venían que ni pintados, y así se lo dijo después al alcalde, y también se lo diría al maestro para que fuera arreglandole los papeles.
Su mujer, Caterina, era hija de portugués y puebleña. Su padre acudió de joven junto a otros compatriotas, en la época de la siega, y acabó siendo contratado por un agricultor que ya tenía más jornaleros a su cargo. Tocaba muy bien el acordeón y en las fiestas del pueblo le pedían que tocara, sobre todo por el San Juan.  En uno de ellos conoció a su madre, se casaron, la tuvieron a ella y a dos hermanos más.
Felipe se ganaba el sustento, no solo como cabrero, también trabajaba para otros en cualquier tarea del campo, o con animales, que le propusieran. Otras veces venían a buscarle cuando necesitaban café, porque quienes se dedicaban asiduamente al contrabando se les había descolgado un porteador y acudían  a él porque era buen conocedor de los caminos. Se llegaba a Mértola, solo o acompañado, y traía la mochila repleta. Una vez lo persiguieron los guardias y tubo que desprenderse de la carga para correr más, aunque la recuperó después, porque  los sitios donde esconder el contrabando se los conocía bien.
Las mujeres que esperaban turno de  cántaros le preguntaron a la Benita quien era el hombre que acompañaba a Felipe. Lo que dijo es que su marido le había dicho que por la mañana el compadre Felipe iría a primera hora a darle un recado, por qué no sabía si la partida con el forastero sería el día 21 o el siguiente. Pero lo que se sabía en el pueblo es que llegó hace dos días, acompañado de un minero de “la Preciosa”, se dirigió a hablar con el alcalde, y este hizo llamar a Felipe para que llegaran a un acuerdo en su presencia. Que se había presentado al alcalde de la Puebla como Ernesto Deligny, ingeniero francés, con una carta de recomendación de don Agustín Martínez Alcibar, ingeniero de Rio Tinto. Que su pretensión era visitar los escoriales del Alosno.
Desde la Ratera partieron dos jinetes para adentrarse en el terreno pedregoso, pero despejado de maleza que denotaba un continuo transitar de personas y animales, para llegar hasta la ladera del Madroñal y sus alrededores, donde estaban los escoriales de la Huerta Grande.
Estos eran conocidos por vecinos de la Puebla. Cubrían parte de terrenos comunales que compartían con el Alosno. Felipe, al igual que otros puebleños que pastoreaban ganado, conocía bien los “escoriales grandes”, que visitaba regularmente en ciertas épocas del año. Piensa que aquellas minas están agotadas y ningún provecho pueden dar, pero se va a callar su opinión porque este señor tiene que ser un entendido y sabe más que nosotros, se decía. Ademas, este trabajo de hacer de guía que le había pedido le pareció muy oportuno.
Así fue como Felipe, cabrero puebleño, acabó guiando al francés por el camino que venía transitando hacía años, hasta aquellos montones de escorias. El trayecto, que tenía acostumbrado hacer a pie junto a su trabajo de pastoreo, le habían dotado de unas piernas musculosas. Sin saber los propósitos de la visita y ante la petición del francés de hacerlo lo más rápido posible, mantener a pie el paso de la caballería era imposible, por lo que se hizo acompañar de “Crispín”, un jumento rucio curtido en las tareas del campo, pero que el trabajo de guía que le proponía su dueño sin llevar una pesada carga le resultaría extraño.

Continuará...

José Gómez Ponce
Octubre 2019