domingo, 27 de octubre de 2019

1853: “Llamaremos Tharsis a las minas del término de Alosno”


                                                        
                                                                 PRÓLOGO

Todos los pueblos tienen una historia, un pasado, que solemos recordar y cuando no, olvidar. A estos recuerdos se dedican escritos, efemérides o celebraciones. Allí donde sobreviven anfiteatros, castillos, o restos prehistóricos, tienen elementos tangibles que mostrar. También, cuando el trabajo de pueblos milenarios dejan sobre el terreno una actividad que restos arqueológicos corroboran. Si esa actividad se ha mantenido prácticamente hasta nuestros días, sufriendo periodos de interrupción centenarios, es evidente que su recuerdo es motivo para celebraciones. Algunos hechos constatables de la máxima importancia forman parte de la historia  de Tharsis. Si prescindimos de Ad Rvbras por que los historiadores no tienen un veredicto claro, y sobre las vías romanas queda mucha  luz por arrojar, hay una fecha que da identidad de forma clara al resurgir de la minería en la época moderna; que no necesita de interpretaciones o hipótesis, más o menos creíbles, para que celebremos un acontecimiento notable, esa es el 26 de Marzo de 1853. Ese día quedó recogido que existiría un pueblo que iba a continuar con la actividad que ya habían desarrollado siglos antes.
El reconocimiento de los escoriales del Alosno, por parte de Ernesto Deligny, nos vuelve a situar en la historia de forma inequívoca. Partiendo de sus relatos sabemos cómo llegó hasta nosotros, su recorrido, el camino desde la Puebla, su itinerario en definitiva. Que se presta a ser reconocido y valorado, y que ya lo recorrimos con sus descendientes por primera vez en Noviembre de 2016, y lo volvimos a repetir en Enero de este año.
Esa visita, hace más de 160 años, es descrita en sus apuntes históricos, y ya nos gustaría que en ella hubiera aportado más detalles. Pero como el asunto siempre me pareció importante e interesante, la única forma de entrar en los pormenores es novelando esa fecha, y es lo que me he propuesto.
Refiero el encuentro con Luciano Escobar y la ayuda que le presta, la sintonía que parece existir entre los dos pero que Deligny no menciona en sus apuntes. El apoyo que le ofrecen en Alosno desde el primer momento, para una colaboración de beneficio mutuo. El panorama de subdesarrollo que encuentra: caminos de herraduras, comunicaciones con la capital más que deficiente, una población eminentemente campesina o dedicada a la arriería, poca actividad minera.
Durante todo el recorrido deja claro su compromiso con el amigo en París al que tiene que informar, del que ha recibido el encargo de visitar unas minas en las que quiere invertir, y se lanza a recorrer un territorio que le es totalmente desconocido.
Una pincelada también, al contexto social de unos pueblos, los más cercanos, que después surtirían de la primera mano de obra, donde los campesinos acabarían convirtiéndose en mineros.
Claro, que después de firmar los denuncios mineros una serie de tareas y problemas se le iban a presentar, pero el hito histórico ya estaba registrado.
El título del relato no podía ser otro, el que quedó plasmado en el Gobierno Civil de Huelva a mediados del siglo XIX. El comienzo de una actividad minera que daría nombre al poblado que surgió a su alrededor.

José Gómez Ponce
Octubre 2019
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1853: “Llamaremos Tharsis a las minas del término de Alosno”. 1ª Parte.

Bajando la calle Ladera van dos hombres. Uno tira de un asno, el otro de dos mulas. Son las primeras luces del día. Un vaho de niebla cubre aún el ambiente. La noche anterior hizo frío, se notaba que las chimeneas del pueblo seguían lanzando humo y las calles se llenaron del familiar aroma que desprenden las jaras al quemarse. La primavera comenzaba ese día, pero esta mañana recordaba más que seguía el invierno.
Felipe, que iba en cabeza, tiraba del asno, tras él, el otro hombre con las riendas de dos mulas. Una portaba lo que parecía un baúl de piel, atado a la albarda con correas de cuero. Se dirigieron a la Ratera, allí tenían que encontrarse  con la Benita, mujer de su compadre, para darle un encargo.
A la Ratera acudían las mujeres con las primeras luces del día para llenar de agua los cántaros. Además de las tareas del campo, otros menesteres de la festividad le requería más trabajo. Era Semana Santa, por ello, acarrear el agua  de la fuente a primera hora les daría más tiempo para el resto de tareas, y saben que más tarde se producen colas de cántaros. La Benita acababa de llenar cuando se le acercó Felipe para decirle que no podía sacar sus cabras,  que las sacará el compadre, su marido, que él tenía que acompañar al señor hasta los escoriales del Alosno. Dado el recado montaron en los animales, Felipe en el asno, el forastero que le acompañaba, en una mula, la otra, qué portaba el baúl, la sujetó al tiro de su silla. La Benita le preguntó si regresaría para encerrar a las cabras. Miró al forastero porque no sabía qué respuesta dar, y al mover  este la cabeza afirmativamente le respondió que sí, que estaría para llevarlas al aprisco. Felipe era el guía que había contratado el forastero, porque el Alcalde, pariente suyo, así se lo había pedido.  Lo llamó al Ayuntamiento y le propuso que tenía que acompañar al forastero, y además acogerlo en su casa, petición que no rechazó; y aceptó, igual que el forastero, el importe que tenía que recibir y que le fue abonado en el acto. El alcalde había recurrido a Felipe porque era uno de los cabreros que pastoreaban en las laderas del Madroñal y de la Sierra de San Cristóbal, terrenos que compartían con los pastores del Alosno. Sabía la curiosidad que aquellos escoriales tenía para el pastor, los había recorrido muchas veces. También, como no, por que era pariente suyo. 
Felipe era padre de dos zagales, uno que ayudaba en casa y a él, pero que ahora estaba trabajando de porquero en la Alquería. El otro, más pequeño, les había dicho su maestro que Felipin tendría que marchar a la capital, tenía dotes para el dibujo artístico, y todo el sacrificio que hacían en casa les parecía poco. Los reales que ya había obtenido por un trabajo tan sencillo con el forastero le venían que ni pintados, y así se lo dijo después al alcalde, y también se lo diría al maestro para que fuera arreglandole los papeles.
Su mujer, Caterina, era hija de portugués y puebleña. Su padre acudió de joven junto a otros compatriotas, en la época de la siega, y acabó siendo contratado por un agricultor que ya tenía más jornaleros a su cargo. Tocaba muy bien el acordeón y en las fiestas del pueblo le pedían que tocara, sobre todo por el San Juan.  En uno de ellos conoció a su madre, se casaron, la tuvieron a ella y a dos hermanos más.
Felipe se ganaba el sustento, no solo como cabrero, también trabajaba para otros en cualquier tarea del campo, o con animales, que le propusieran. Otras veces venían a buscarle cuando necesitaban café, porque quienes se dedicaban asiduamente al contrabando se les había descolgado un porteador y acudían  a él porque era buen conocedor de los caminos. Se llegaba a Mértola, solo o acompañado, y traía la mochila repleta. Una vez lo persiguieron los guardias y tubo que desprenderse de la carga para correr más, aunque la recuperó después, porque  los sitios donde esconder el contrabando se los conocía bien.
Las mujeres que esperaban turno de  cántaros le preguntaron a la Benita quien era el hombre que acompañaba a Felipe. Lo que dijo es que su marido le había dicho que por la mañana el compadre Felipe iría a primera hora a darle un recado, por qué no sabía si la partida con el forastero sería el día 21 o el siguiente. Pero lo que se sabía en el pueblo es que llegó hace dos días, acompañado de un minero de “la Preciosa”, se dirigió a hablar con el alcalde, y este hizo llamar a Felipe para que llegaran a un acuerdo en su presencia. Que se había presentado al alcalde de la Puebla como Ernesto Deligny, ingeniero francés, con una carta de recomendación de don Agustín Martínez Alcibar, ingeniero de Rio Tinto. Que su pretensión era visitar los escoriales del Alosno.
Desde la Ratera partieron dos jinetes para adentrarse en el terreno pedregoso, pero despejado de maleza que denotaba un continuo transitar de personas y animales, para llegar hasta la ladera del Madroñal y sus alrededores, donde estaban los escoriales de la Huerta Grande.
Estos eran conocidos por vecinos de la Puebla. Cubrían parte de terrenos comunales que compartían con el Alosno. Felipe, al igual que otros puebleños que pastoreaban ganado, conocía bien los “escoriales grandes”, que visitaba regularmente en ciertas épocas del año. Piensa que aquellas minas están agotadas y ningún provecho pueden dar, pero se va a callar su opinión porque este señor tiene que ser un entendido y sabe más que nosotros, se decía. Ademas, este trabajo de hacer de guía que le había pedido le pareció muy oportuno.
Así fue como Felipe, cabrero puebleño, acabó guiando al francés por el camino que venía transitando hacía años, hasta aquellos montones de escorias. El trayecto, que tenía acostumbrado hacer a pie junto a su trabajo de pastoreo, le habían dotado de unas piernas musculosas. Sin saber los propósitos de la visita y ante la petición del francés de hacerlo lo más rápido posible, mantener a pie el paso de la caballería era imposible, por lo que se hizo acompañar de “Crispín”, un jumento rucio curtido en las tareas del campo, pero que el trabajo de guía que le proponía su dueño sin llevar una pesada carga le resultaría extraño.

Continuará...

José Gómez Ponce
Octubre 2019

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