PRÓLOGO
Todos los pueblos tienen una historia, un pasado, que solemos recordar y cuando no, olvidar. A estos recuerdos se dedican escritos, efemérides o celebraciones. Allí donde sobreviven anfiteatros, castillos, o restos prehistóricos, tienen elementos tangibles que mostrar. También, cuando el trabajo de pueblos milenarios dejan sobre el terreno una actividad que restos arqueológicos corroboran. Si esa actividad se ha mantenido prácticamente hasta nuestros días, sufriendo periodos de interrupción centenarios, es evidente que su recuerdo es motivo para celebraciones. Algunos hechos constatables de la máxima importancia forman parte de la historia de Tharsis. Si prescindimos de Ad Rvbras por que los historiadores no tienen un veredicto claro, y sobre las vías romanas queda mucha luz por arrojar, hay una fecha que da identidad de forma clara al resurgir de la minería en la época moderna; que no necesita de interpretaciones o hipótesis, más o menos creíbles, para que celebremos un acontecimiento notable, esa es el 26 de Marzo de 1853. Ese día quedó recogido que existiría un pueblo que iba a continuar con la actividad que ya habían desarrollado siglos antes.
El
reconocimiento de los escoriales del Alosno, por parte de Ernesto
Deligny, nos vuelve a situar en la historia de forma inequívoca.
Partiendo de sus relatos sabemos cómo llegó hasta nosotros, su
recorrido, el camino desde la Puebla, su itinerario en definitiva.
Que se presta a ser reconocido y valorado, y que ya lo recorrimos con
sus descendientes por primera vez en Noviembre de 2016, y lo
volvimos a repetir en Enero de este año.
Esa
visita, hace más de 160 años, es descrita en sus apuntes
históricos, y ya nos gustaría que en ella hubiera aportado más
detalles. Pero como el asunto siempre me pareció importante e
interesante, la única forma de entrar en los pormenores es novelando
esa fecha, y es lo que me he propuesto.
Refiero
el encuentro con Luciano Escobar y la ayuda que le presta, la
sintonía que parece existir entre los dos pero que Deligny no
menciona en sus apuntes. El apoyo que le ofrecen en Alosno desde el
primer momento, para una colaboración de beneficio mutuo. El
panorama de subdesarrollo que encuentra: caminos de herraduras,
comunicaciones con la capital más que deficiente, una población
eminentemente campesina o dedicada a la arriería, poca actividad
minera.
Durante
todo el recorrido deja claro su compromiso con el amigo en París al
que tiene que informar, del que ha recibido el encargo de visitar
unas minas en las que quiere invertir, y se lanza a recorrer un
territorio que le es totalmente desconocido.
Una
pincelada también, al contexto social de unos pueblos, los más
cercanos, que después surtirían de la primera mano de obra, donde
los campesinos acabarían convirtiéndose en mineros.
Claro,
que después de firmar los denuncios mineros una serie de tareas y
problemas se le iban a presentar, pero el hito histórico ya estaba
registrado.
El
título del relato no podía ser otro, el que quedó plasmado en el
Gobierno Civil de Huelva a mediados del siglo XIX. El comienzo de una
actividad minera que daría nombre al poblado que surgió a su
alrededor.
José
Gómez Ponce
Octubre
2019
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1853:
“Llamaremos Tharsis a las minas del término de Alosno”. 1ª Parte.
Bajando la calle Ladera van dos hombres. Uno tira de un asno, el otro de dos mulas. Son las primeras luces del día. Un vaho de niebla cubre aún el ambiente. La noche anterior hizo frío, se notaba que las chimeneas del pueblo seguían lanzando humo y las calles se llenaron del familiar aroma que desprenden las jaras al quemarse. La primavera comenzaba ese día, pero esta mañana recordaba más que seguía el invierno.
Felipe,
que iba en cabeza, tiraba del asno, tras él, el otro hombre con las
riendas de dos mulas. Una portaba lo que parecía un baúl de piel,
atado a la albarda con correas de cuero. Se dirigieron a la Ratera,
allí tenían que encontrarse con la Benita, mujer de su
compadre, para darle un encargo.
A
la Ratera acudían las mujeres con las primeras luces del día para
llenar de agua los cántaros. Además de las tareas del campo, otros
menesteres de la festividad le requería más trabajo. Era Semana
Santa, por ello, acarrear el agua de la fuente a primera hora
les daría más tiempo para el resto de tareas, y saben que más
tarde se producen colas de cántaros. La Benita acababa de llenar
cuando se le acercó Felipe para decirle que no podía sacar sus
cabras, que las sacará el compadre, su marido, que él tenía
que acompañar al señor hasta los escoriales del Alosno. Dado el
recado montaron en los animales, Felipe en el asno, el forastero que
le acompañaba, en una mula, la otra, qué portaba el baúl, la
sujetó al tiro de su silla. La Benita le preguntó si regresaría
para encerrar a las cabras. Miró al forastero porque no sabía qué
respuesta dar, y al mover este la cabeza afirmativamente le
respondió que sí, que estaría para llevarlas al aprisco. Felipe
era el guía que había contratado el forastero, porque el Alcalde,
pariente suyo, así se lo había pedido. Lo llamó al
Ayuntamiento y le propuso que tenía que acompañar al forastero, y
además acogerlo en su casa, petición que no rechazó; y aceptó,
igual que el forastero, el importe que tenía que recibir y que le
fue abonado en el acto. El alcalde había recurrido a Felipe porque
era uno de los cabreros que pastoreaban en las laderas del Madroñal
y de la Sierra de San Cristóbal, terrenos que compartían con los
pastores del Alosno. Sabía la curiosidad que aquellos escoriales
tenía para el pastor, los había recorrido muchas veces. También,
como no, por que era pariente suyo.
Felipe
era padre de dos zagales, uno que ayudaba en casa y a él, pero que
ahora estaba trabajando de porquero en la Alquería. El otro, más
pequeño, les había dicho su maestro que Felipin tendría que
marchar a la capital, tenía dotes para el dibujo artístico, y todo
el sacrificio que hacían en casa les parecía poco. Los reales que
ya había obtenido por un trabajo tan sencillo con el forastero le
venían que ni pintados, y así se lo dijo después al alcalde, y
también se lo diría al maestro para que fuera arreglandole los
papeles.
Su
mujer, Caterina, era hija de portugués y puebleña. Su padre acudió
de joven junto a otros compatriotas, en la época de la siega, y
acabó siendo contratado por un agricultor que ya tenía más
jornaleros a su cargo. Tocaba muy bien el acordeón y en las fiestas
del pueblo le pedían que tocara, sobre todo por el San Juan.
En uno de ellos conoció a su madre, se casaron, la tuvieron a
ella y a dos hermanos más.
Felipe
se ganaba el sustento, no solo como cabrero, también trabajaba para
otros en cualquier tarea del campo, o con animales, que le
propusieran. Otras veces venían a buscarle cuando necesitaban café,
porque quienes se dedicaban asiduamente al contrabando se les había
descolgado un porteador y acudían a él porque era buen
conocedor de los caminos. Se llegaba a Mértola, solo o acompañado,
y traía la mochila repleta. Una vez lo persiguieron los guardias y
tubo que desprenderse de la carga para correr más, aunque la
recuperó después, porque los sitios donde esconder el
contrabando se los conocía bien.
Las
mujeres que esperaban turno de cántaros le preguntaron a la
Benita quien era el hombre que acompañaba a Felipe. Lo que dijo es
que su marido le había dicho que por la mañana el compadre Felipe
iría a primera hora a darle un recado, por qué no sabía si la
partida con el forastero sería el día 21 o el siguiente.
Pero lo que se sabía en el pueblo es que llegó hace dos días,
acompañado de un minero de “la Preciosa”, se dirigió a hablar
con el alcalde, y este hizo llamar a Felipe para que llegaran a un
acuerdo en su presencia. Que se había presentado al alcalde de la
Puebla como Ernesto Deligny, ingeniero francés, con una carta de
recomendación de don Agustín Martínez Alcibar, ingeniero de Rio
Tinto. Que su pretensión era visitar los escoriales del Alosno.
Desde
la Ratera partieron dos jinetes para adentrarse en el terreno
pedregoso, pero despejado de maleza que denotaba un continuo
transitar de personas y animales, para llegar hasta la ladera del
Madroñal y sus alrededores, donde estaban los escoriales de la
Huerta Grande.
Estos
eran conocidos por vecinos de la Puebla. Cubrían parte de terrenos
comunales que compartían con el Alosno. Felipe, al igual que otros
puebleños que pastoreaban ganado, conocía bien los “escoriales
grandes”, que visitaba regularmente en ciertas épocas del año.
Piensa que aquellas minas están agotadas y ningún provecho pueden
dar, pero se va a callar su opinión porque este señor tiene que
ser un entendido y sabe más que nosotros, se decía. Ademas, este
trabajo de hacer de guía que le había pedido le pareció muy
oportuno.
Así
fue como Felipe, cabrero puebleño, acabó guiando al francés por el
camino que venía transitando hacía años, hasta aquellos montones
de escorias. El trayecto, que tenía acostumbrado hacer a pie junto a
su trabajo de pastoreo, le habían dotado de unas piernas
musculosas. Sin saber los propósitos de la visita y ante la petición
del francés de hacerlo lo más rápido posible, mantener a pie el
paso de la caballería era imposible, por lo que se hizo acompañar
de “Crispín”, un jumento rucio curtido en las tareas del campo,
pero que el trabajo de guía que le proponía su dueño sin llevar
una pesada carga le resultaría extraño.
Continuará...
José
Gómez Ponce
Octubre
2019
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