miércoles, 15 de noviembre de 2017

RECUERDOS DE LA ESCUELA GRANDE


La meteorología en esta época del año no se asemeja a la que recordamos por estas fechas, cuando hacíamos el camino hasta la Escuela Grande, ni por supuesto el sendero que durante  años transitamos, parte desaparecido, y lo que queda  apenas reconocible.
Hace 40 o 50 años, por este mes de Noviembre,  nos parece que el tiempo era más frio y que llovía más. Y aunque las casas no estaban preparadas para combatir las bajas temperaturas, sí se agradecía que al caer la tarde nuestra madre encendiera la copa de picón, la regara de cenizas, y nosotros levantábamos la enagua de la mesa camilla para colocarla en el hueco de la tarima.
Alrededor de estas mesas, sentados en sillas de enea, se hacían deberes, se contaban historias, se cenaba, y también, quienes teníamos aparatos de radio, escuchábamos a Matilde Perico y Periquín; siempre que no se fuera  la luz, porque entonces  teníamos que recurrir al foco de carburo o a las “mariposas”.

La Escuela Grande se construyó hacia 1881, y si en la etapa francesa ya contaba el poblado con una escuela donde se impartían clases para los niños, el traspaso de la actividad minera a los británicos influiría para su construcción, ya que estos ampliaron en 1872 la escolarización de las niñas. Esta cobertura a la población de ambos sexos, unido al aumento de la producción con la consiguiente demanda de mano de obra, posibilitó el incremento de la población, y con la formación de nuevas familias y la llegada de otras aumentarían los nacimientos.
Tres caminos principales confluían en la escuela. Desde el casino Viejo, el Corralón y alrededores, la distancia a recorrer era menor que los que íbamos de Casas Nuevas, calle Dr. Fleming, y plaza de San Benito; o de quienes venían del “Coto”, plaza de General Franco, y alrededores de la iglesia.
Más larga era la caminata de quienes vivían por el dique Pino, que pasando entre el muro del embalse podían contemplar diariamente la actividad en talleres, en la estación, y el tránsito de trenes. Continuaban por vista Hermosa y bajaban los escalones de traviesas que cruzaban la vía del ferrocarril.

Nuestro recorrido empezaba en calle Casas Nuevas, renombrada después  Obispo Pedro Cantero, frente al huerto de Arroyo y huerto de la Posada; pasábamos  junto a los  eucaliptos que había frente a la casa de Doña María la Partera y un edificio alto que construyeron después para subestación eléctrica; bajábamos por la esquina de la calle Salmerón, donde a su espalda estuvo la clase particular de José el Pintor, y sus temidos “repasos” con las “lampás voladoras”; pasamos por un lateral de la plaza de San Benito hasta tomar el callejón que limitaban varios huertos, el de “la Chata” a mano izquierda, para llegar al cruce de caminos: a la izquierda todo eran huertos  y camino utilizado para ir y venir de Talleres. A la derecha también huertos y se venía a salir a la alcantarilla y huerto de “Moquilla”. Pasado este cruce comenzaba la cuesta del vacíe para subir hasta el llano de la escuela.


Antes que construyeran las nuevas aulas en un edificio anexo, todos entrábamos por la puerta principal, y desde el patio nos dirigíamos a las distintas clases. Los más jóvenes empezábamos, creo recordar, con Doña Pepita. La clase olía a cera todos los lunes, ya que se celebraba allí la misa del domingo. Aunque algunos habíamos pasado por el “preescolar” de la escuela de la Balsa.
Después de terminada la ampliación de la escuela, fuimos distribuidos en las nuevas aulas, a las que se accedía bajando una escalera con dos accesos que se había practicado en el patio de la escuela Grande, y junto a un depósito de agua donde alguna vez nos tocó fabricar la tinta para rellenar los tinteros que se colocaban en los pupitres.
Este nuevo edificio tenía una entrada principal y las clases distribuidas a derecha e izquierda. La puerta del fondo se abría a una cruz de los caídos, que alguna vez vimos con flores. En su patio se colocó un año un pupitre en un rincón, con un mapa de Europa a un lado y una pizarra al otro, y nos hicieron una fotografía en color para el recuerdo. El fotógrafo bien pudiera ser Benito “el retratista”, que vivía en las Cantareras. Como las clases de niños estaban separadas de las niñas, los maestros lo organizaron para quienes teníamos hermana nos hicieran la fotografía juntos. Estas fotografías, que muchos conservamos,  tienen ya los desperfectos y la pátina del paso de los años. 

Era imposible en aquellas fechas, que transitando por el pueblo no pasaras junto a algunos huertos, porque los había en los alrededores y por el medio. Hoy aún perduran algunos, otros han dejado paso a nuevas construcciones, pero esa tradición por los huertos tuvo sus comienzos con nuestros antepasados. Cuando  Tharsis  y el Lagunazo dejaron de calcinar el mineral en teleras  la tierra empezó  recuperarse, y solicitaron autorización para construirse un huerto y así ayudar en sus modestas economías.        


A las salidas de clase se producía un gran bullicio. En aquel llano, frente a la escuela, nos juntábamos niños y niñas, y en grupos marchábamos a nuestras casas. En días de lluvia acudían nuestras madres con paraguas o impermeables y todo eran prisas, pues tenían que dejar preparado el canasto para nuestros padres. También era paso de obreros, que iban o venían de talleres, y de la carretera que utilizaba la camioneta en su recorrido a Huelva, siendo parada obligatoria frente a la oficina de correos,  zona muy concurrida del pueblo, pero que la apertura del actual Círculo Minero en 1951 unida a la posterior ampliación de Filón Norte, acabarían despoblando. Después, la camioneta hacía el trayecto hasta Villanueva de las Cruces pasando por vista Hermosa y el dique Pino.
En los recreos de aquellos años de escuela nos entreteníamos jugando a los “bolindros” o a los “rompes”, aunque  lo más concurrido era jugar a la pelota en los alrededores de la escuela, junto al nuevo edificio; pero como lo habían sembrado de aromos y puesto unas jaulas de madera para protegerlos, nos decían que había que respetarlo, por lo que nos íbamos a un terreno más irregular cerca de donde se conservaban las ruinas de un antiguo lavadero. Por esta irregularidad del terreno había que ir a buscar la pelota a los eucaliptos que estaban en la zona de los huertos, o en el “sajondon” que hacían el llano de la escuela y el terraplén del vacíe. Después hemos comprobado, por fotografías antiguas, que el agua del dique Grande tuvo que cubrir parte de aquellos huertos.
El horario de recreo lo aprovechavamos igualmente para acudir a una tienda que había frente a la escuela, junto a un salón del frente de juventudes, la tienda de María Antonia, creo. Este camino no era el habitual para regresar a nuestra casa y recordamos que en esta calle, trasera de la calle la Puebla, se instaló posteriormente un bar, el de  Antonio Venancio. Más adelante vivía un personaje al que una que otra vez vimos a la puerta de su casa y que era conocido como “el millonario”.

Si a la escuela íbamos algunos días con más o menos ganas, el camino de vuelta lo hacíamos normalmente más resueltos y alegres. Encontrábamos motivos para entretenernos. Una parada frecuente era frente al huerto de José el Pintor, pues por allí salía un regajo de aguas cristalinas que a nosotros nos parecía de un manantial, y recogíamos con una botella.
Alguna que otra vez aparecía por el pueblo un afilador, llamando con la flauta para que las mujeres acudieran con cuchillos o tijeras, y nos quedábamos admirados como aquel artilugio, que portaba rodando el afilador, una vez parado la misma rueda con la que se desplazaba movía la piedra de afilar. Nos entretenía ver los golpes de pedal, las chispas que salían, y como al final, aquellas tijeras afiladas cortaban limpiamente un trapo que el afilador llevaba.
Otra vez, cuando íbamos de vuelta a casa, vimos varias personas congregadas alrededor del brocal del pozo que estaba en la Barriada de Santa Bárbara, nos acercamos y vimos que en el fondo había un gato agarrado a las piedras del borde, y era imposible que pudiera subir pues  el agua estaba a 4 o 5 metros de profundidad. Alguien acudió con una canasta de caña y puso en su interior unas sardinas, la bajaron, pero el gato parece que temía más la canasta que al agua. Después de un buen rato allí y de varios intentos, no pudimos ver si el gato llegó a salir, pero creo que lo conseguimos averiguar al día siguiente. 

Ya en casa, si ese día nuestra madre había ido al economato, lo primero que buscábamos era la tableta de chocolate Kitin Nogueroles, para ir completando el álbum con el cromo que traía.