3ª
Parte.
1853:
“Llamaremos Tharsis a las minas del término de Alosno”
Le
dijo que le siguiera, que le llevaría donde alojarse y comer. En el
pueblo tenían casa de peregrinos, donde daban pan a los mendigos
transeúntes, pero este forastero no tenía pinta de andar
mendigando, y si preguntaba donde pasar la noche y comer, tenía que
acompañarlo a la fonda que un sagaz alosnero había puesto en marcha
y daba trabajo a otros vecinos del pueblo. Llegaron a una casa grande
y antigua, con una puerta abierta a dos hojas por las que pasaba
holgadamente un carro y daba acceso al patio empedrado. Una mujer
salió de las dependencias de la casona y preguntó qué deseaban. El
acompañante del francés le dijo a la mujer que el señor buscaba
alojamiento. Le dio las gracias al acompañante y prestó atención a
las indicaciones de la mujer: donde estaban situado los establos, las
letrinas, donde asearse, y si quería comer. A todo dijo que sí.
Un
mozo le ayudó a descargar el baúl y quitar los arreos a las mulas.
Después cogió una llave de un testero y le ayudó a llevar el baúl
a la habitación. Le preguntó si quería comer, para que su mujer, que
hacía de cocinera, contara con una boca más.
Entraba
luz por la ventana del cuarto y quiso aprovechar para adecentar el
contenido del baúl antes que el ocaso lo dejara en penumbra. El mozo
le había dicho que las horas de comida se avisaban con el sonido de
una campanilla, y eso era lo que acababa de sonar, la llamada al
comedor. En una larga mesa de madera, de cuatro varas de larga, se
encontraban sentados en un extremo tres personas. Esperó que el mozo
le dijera donde sentarse, pero le preguntó si quería cenar aparte.
Dijo que no, que no le importaba compartir la mesa. Los tres
comensales ya le habían dirigido algunas miradas intentando
averiguar quien era aquel hombre de aspecto raro y de hablar
distinto. Como el francés había captado la curiosidad que causaba
su presencia, declinó comer aparte y le señaló al mozo el plato
vacío que estaba junto a uno de los comensales. Dijo que no le
importaba comer junto a estas personas, si a ellos no les importaba.
Los tres dijeron que no, que por favor se sentara. Era lo que el
francés quería, hablar con los vecinos del pueblo, darse a conocer,
explicar lo que pretendía; y que mejor ocasión que aprovechar la
primera oportunidad que se le presentaba. Estaba tan convencido con
lo que había visto en su viaje hasta la ladera del Madroñal, que
sabía que tenía que gustar a su amigo Luis-Charles Decazes en
París. Se sentía inmerso ante la enorme responsabilidad de poner en
explotación una actividad minera que llevaba siglos abandonada.
Los
cuatro comensales estaban a la espera que le sirvieran. En la mesa
había cubiertos, vasos y platos, distribuidos delante de los cuatro
asientos. También unos candiles de bronce de tres picos adornaban la
mesa, que se encendían cuando no llegara luz desde las ventanas.
Tomado asiento el francés, empezó el interrogatorio que esperaba.
-Señor,
usted no es de por aquí.
Ante
esta pregunta, dijo de donde era, de donde acababa de llegar. Se
extendió sobre la importancia de la minería para crear riqueza en
los pueblos. Hasta el mozo y la cocinera que preparaban la comida,
llegaban las explicaciones del francés. Después preguntó que ellos
a qué se dedicaban. Respondieron que a distribuir mercancías por
muchos pueblos. Que conducían reatas de mulos y asnos para trasladar
mercancías de unos sitios a otros. Que eran arrieros, a lo que se
dedican muchos habitantes de este pueblo. Uno de los comensales dijo
que venía de Cádiz, donde recogía mercancías que descargaban los
galeones y desde aquí trasladarlas a Ayamonte, Extremadura o
Castilla, para regresar trayendo frutos y géneros manufacturados a
Andalucía. El francés siguió preguntando por las dificultades de
este trabajo. Le respondieron que las rutas duraban varias jornadas,
y los caminos no siempre estaban transitables. Que a veces los
galeones tardaban en arribar y los días de espera era detrimento
para el negocio. También le dijeron que desde aquí se comercia con
Portugal, de donde traen artículos como café y azúcar que son muy
apreciados, pero que este comercio es más arriesgado porque los
guardias te pueden disparar, aunque en dos jornadas has ido y
vuelto.
Les
dijo que con lo que él pretende, lo mismo tenía que contratar sus
servicios, que no les llevaría muchas jornadas, que no tenían que
esperar del arribo de ninguna embarcación, porque siempre tendrían
mercancías que transportar. Los arrieros, incrédulos, esbozaron una
sonrisa, y uno de ellos respondió.
-Lo
que usted mande, señor.
Ya
habían comido la sopa y el mozo trajo una bandeja con trozos de la
gallina que había hervido con la sopa y se propuso repartir una
porción a cada comensal. Le dijeron que no, que la dejara en la mesa
que ellos se servían, que lo hiciera primero el francés. Este
observó la cantidad de carne que había en la bandeja y calculó que
tenía que servirse una cuarta parte, pero por prudencia se sirvió
bastante menos, por lo que los arrieros insistieron que se sirviera
más, cosa que hizo. Siguieron hablando en la sobremesa cuando el
mozo había encendido dos de los candiles.
Uno
preguntó al francés si tenía previsto hacer una incursión por los
alrededores, porque en el pueblo se sabía que otras personas
llegaron buscando minerales, incluso laboraron alguna mina que
después cerraron. El mozo intervino para informar al francés que al
pueblo había llegado otro minero para hacerse cargo de una mina y
descubrir minerales, que llevaba unos años viviendo entre nosotros,
y lo mismo ha realizado visitas a lugares que a usted le puede
interesar.
-Sí,
creo que usted se refiere al señor Escobar, Luciano Escobar.
-Exacto,
vive cerca de aquí. Si a usted le parece bien, mañana le acompaño.
Los
arrieros se despidieron, se dieron las buenas noches e informaron que
por la mañana emprendían camino hasta Ayamonte, que los animales
estarían descansados y alimentados. Marcharon a las habitaciones
portando cada uno un portavelas que el mozo les había encendido.
El
viaje desde la Puebla, recorrer los escoriales, y después llegarse
al Alosno, le hacía sentirse cansado. Se tendió en el catre y se
durmió profundamente. Por la mañana diría que la noche había
transcurrido en silencio. Ni había escuchado los ladridos de los
perros callejeros, ni el rebuzno de los asnos que estaban en el
establo.
Escuchó
la campanilla y dedujo que llamaba para el desayuno. Se dirigió al
excusado que estaba al final del pasillo. La intimidad se reservaba
con una puerta de madera con acceso a una letrina estrecha y poco
higiénica. Volvió al cuarto y se aseó en la jofaina que el mozo
había colocado en una silla de enea envejecida. En el espaldar, un
trapo pespunteado en su contorno que hacía de toalla, pero denotaba
que antes había sido colcha, sabana, o cortina.
El
desayuno consistía en café negro que preparaba la cocinera a partes
iguales con achicoria. Y rebanadas de pan recién horneado. El mozo
le explicó que podía untar el pan en el aceite que contenía un
plato junto a la taza. El azúcar estaba en un papel de estraza que
el mozo deslió en su presencia. Cuando terminó de endulzar el café
lo recogió llevándolo a la cocina y relatando algo sobre evitar
moscas y otros insectos. Una vez desayunado le recordó al mozo si le
podía acompañar a visitar al señor Escobar.
-Si
señor, en un momento le acompaño.
Continuará...
José
Gómez Ponce
Noviembre
2019
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