viernes, 1 de noviembre de 2019

3ª Parte. 1853: “Llamaremos Tharsis a las minas del término de Alosno”


3ª Parte.

1853: “Llamaremos Tharsis a las minas del término de Alosno”

Le dijo que le siguiera, que le llevaría donde alojarse y comer. En el pueblo tenían casa de peregrinos, donde daban pan a los mendigos transeúntes, pero este forastero no tenía pinta de andar mendigando, y si preguntaba donde pasar la noche y comer, tenía que acompañarlo a la fonda que un sagaz alosnero había puesto en marcha y daba trabajo a otros vecinos del pueblo. Llegaron a una casa grande y antigua, con una puerta abierta a dos hojas por las que pasaba holgadamente un carro y daba acceso al patio empedrado. Una mujer salió de las dependencias de la casona y preguntó qué deseaban. El acompañante del francés le dijo a la mujer que el señor buscaba alojamiento. Le dio las gracias al acompañante y prestó atención a las indicaciones de la mujer: donde estaban situado los establos, las letrinas, donde asearse, y si quería comer. A todo dijo que sí.
Un mozo le ayudó a descargar el baúl y quitar los arreos a las mulas. Después cogió una llave de un testero y le ayudó a llevar el baúl a la habitación. Le preguntó si quería comer, para que su mujer, que hacía de cocinera, contara con una boca más.
Entraba luz por la ventana del cuarto y quiso aprovechar para adecentar el contenido del baúl antes que el ocaso lo dejara en penumbra. El mozo le había dicho que las horas de comida se avisaban con el sonido de una campanilla, y eso era lo que acababa de sonar, la llamada al comedor. En una larga mesa de madera, de cuatro varas de larga, se encontraban sentados en un extremo tres personas. Esperó que el mozo le dijera donde sentarse, pero le preguntó si quería cenar aparte. Dijo que no, que no le importaba compartir la mesa. Los tres comensales ya le habían dirigido algunas miradas intentando averiguar quien era aquel hombre de aspecto raro y de hablar distinto. Como el francés había captado la curiosidad que causaba su presencia, declinó comer aparte y le señaló al mozo el plato vacío que estaba junto a uno de los comensales. Dijo que no le importaba comer junto a estas personas, si a ellos no les importaba. Los tres dijeron que no, que por favor se sentara. Era lo que el francés quería, hablar con los vecinos del pueblo, darse a conocer, explicar lo que pretendía; y que mejor ocasión que aprovechar la primera oportunidad que se le presentaba. Estaba tan convencido con lo que había visto en su viaje hasta la ladera del Madroñal, que sabía que tenía que gustar a su amigo Luis-Charles Decazes en París. Se sentía inmerso ante la enorme responsabilidad de poner en explotación una actividad minera que llevaba siglos abandonada.
Los cuatro comensales estaban a la espera que le sirvieran. En la mesa había cubiertos, vasos y platos, distribuidos delante de los cuatro asientos. También unos candiles de bronce de tres picos adornaban la mesa, que se encendían cuando no llegara luz desde las ventanas. Tomado asiento el francés, empezó el interrogatorio que esperaba.
-Señor, usted no es de por aquí.
Ante esta pregunta, dijo de donde era, de donde acababa de llegar. Se extendió sobre la importancia de la minería para crear riqueza en los pueblos. Hasta el mozo y la cocinera que preparaban la comida, llegaban las explicaciones del francés. Después preguntó que ellos a qué se dedicaban. Respondieron que a distribuir mercancías por muchos pueblos. Que conducían reatas de mulos y asnos para trasladar mercancías de unos sitios a otros. Que eran arrieros, a lo que se dedican muchos habitantes de este pueblo. Uno de los comensales dijo que venía de Cádiz, donde recogía mercancías que descargaban los galeones y desde aquí trasladarlas a Ayamonte, Extremadura o Castilla, para regresar trayendo frutos y géneros manufacturados a Andalucía. El francés siguió preguntando por las dificultades de este trabajo. Le respondieron que las rutas duraban varias jornadas, y los caminos no siempre estaban transitables. Que a veces los galeones tardaban en arribar y los días de espera era detrimento para el negocio. También le dijeron que desde aquí se comercia con Portugal, de donde traen artículos como café y azúcar que son muy apreciados, pero que este comercio es más arriesgado porque los guardias te pueden disparar, aunque en dos jornadas has ido y vuelto.
Les dijo que con lo que él pretende, lo mismo tenía que contratar sus servicios, que no les llevaría muchas jornadas, que no tenían que esperar del arribo de ninguna embarcación, porque siempre tendrían mercancías que transportar. Los arrieros, incrédulos, esbozaron una sonrisa, y uno de ellos respondió.
-Lo que usted mande, señor.
Ya habían comido la sopa y el mozo trajo una bandeja con trozos de la gallina que había hervido con la sopa y se propuso repartir una porción a cada comensal. Le dijeron que no, que la dejara en la mesa que ellos se servían, que lo hiciera primero el francés. Este observó la cantidad de carne que había en la bandeja y calculó que tenía que servirse una cuarta parte, pero por prudencia se sirvió bastante menos, por lo que los arrieros insistieron que se sirviera más, cosa que hizo. Siguieron hablando en la sobremesa cuando el mozo había encendido dos de los candiles.
Uno preguntó al francés si tenía previsto hacer una incursión por los alrededores, porque en el pueblo se sabía que otras personas llegaron buscando minerales, incluso laboraron alguna mina que después cerraron. El mozo intervino para informar al francés que al pueblo había llegado otro minero para hacerse cargo de una mina y descubrir minerales, que llevaba unos años viviendo entre nosotros, y lo mismo ha realizado visitas a lugares que a usted le puede interesar.
-Sí, creo que usted se refiere al señor Escobar, Luciano Escobar.
-Exacto, vive cerca de aquí. Si a usted le parece bien, mañana le acompaño.
Los arrieros se despidieron, se dieron las buenas noches e informaron que por la mañana emprendían camino hasta Ayamonte, que los animales estarían descansados y alimentados. Marcharon a las habitaciones portando cada uno un portavelas que el mozo les había encendido.
El viaje desde la Puebla, recorrer los escoriales, y después llegarse al Alosno, le hacía sentirse cansado. Se tendió en el catre y se durmió profundamente. Por la mañana diría que la noche había transcurrido en silencio. Ni había escuchado los ladridos de los perros callejeros, ni el rebuzno de los asnos que estaban en el establo.
Escuchó la campanilla y dedujo que llamaba para el desayuno. Se dirigió al excusado que estaba al final del pasillo. La intimidad se reservaba con una puerta de madera con acceso a una letrina estrecha y poco higiénica. Volvió al cuarto y se aseó en la jofaina que el mozo había colocado en una silla de enea envejecida. En el espaldar, un trapo pespunteado en su contorno que hacía de toalla, pero denotaba que antes había sido colcha, sabana, o cortina.
El desayuno consistía en café negro que preparaba la cocinera a partes iguales con achicoria. Y rebanadas de pan recién horneado. El mozo le explicó que podía untar el pan en el aceite que contenía un plato junto a la taza. El azúcar estaba en un papel de estraza que el mozo deslió en su presencia. Cuando terminó de endulzar el café lo recogió llevándolo a la cocina y relatando algo sobre evitar moscas y otros insectos. Una vez desayunado le recordó al mozo si le podía acompañar a visitar al señor Escobar.
-Si señor, en un momento le acompaño.

Continuará...
José Gómez Ponce
Noviembre 2019

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