1853:
“Llamaremos Tharsis a las minas del término de Alosno”
Ante
la pregunta del francés sobre la dificultad del camino y la
distancia hasta el lugar, contestó que todos los que hacían ese
camino a pie, unas tres leguas, ya tenían comprobado que a la
salida de misa de alba llegaban al lugar antes de medio día, por lo
que si hacían el camino a caballo llegarían mucho antes. El francés
sacó su reloj de bolsillo que había ajustado con el reloj de pared
del ayuntamiento, y calculó el recorrido dependiendo del asno que
montaba Felipe, ya que sus mulas eran más rápidas. Concluyó que
llegarían con tiempo suficiente para iniciar otra ruta, pero ese
nuevo trayecto no lo podía asegurar hasta que no llegaran a los
escoriales.
Siguió
el dialogo comentando que el señor alcalde le había dado buenas
referencias de él, que estaba muy agradecido de acogerlo en su casa
y de acompañarlo para visitar los escoriales. Que declinó la
invitación para subir al cerro del águila y contemplar desde allí
parte de los escoriales, porque le urgía contactar con un amigo en
París que esperaba sus noticias. Que ya había recorrido otras minas
y no le parecían interesantes para informar a su amigo, y por eso
quería llegar cuanto antes a los escoriales del Alosno.
El
puebleño le contestaba que también otros campesinos hacían el
camino al mismo lugar, trasladando ganado, y que el alcalde, que era
pariente suyo, le pregunta por los escoriales. Que una vez se topó
con varios hombres, que caminando por allí y con unos martillos
pequeños, daban golpes entre las piedras. Como el único ruido que
se escuchaba era a veces del viento o el cencerro de un macho cabrio,
el repiqueteo entre las piedras le hizo descubrir a aquellos hombres
y se acercó para preguntarles. Así se enteró que buscaban
minerales, que habían venido de muy lejos, y si aquello les
interesaba vendrían otras personas para hablar con los dueños de
esos terreno, le dijeron. Otra vez, unos hombres le habían pedido
ayuda para que les acarreara leña con la que hicieron una hoguera,
donde pusieron pequeños trozos de las piedras que tenían arrancadas
con sus martillos. Todo esto lo tenia comentado Felipe a su
pariente alcalde, y por ese motivo creía que lo había puesto en
contacto con este hombre que se hacia llamar Ernesto.
Esto
que relató durante el viaje, había observado que llamaba su
atención. El francés le preguntó si había vuelto a ver a esos
hombres por aquellos escoriales. Le contestó que nunca, a nadie más,
y la conversación siguió por otros derroteros.
Felipe
tenía curiosidad de preguntarle porqué hablaba español con tanta
facilidad, y aprovechó la oportunidad cuando al pasar a la altura
del santuario de la Virgen de la Peña, que con sus 400 metros de
altura sobre el mar, formado de dura cuarcita, sobresalía del
entorno; el francés dijo que aquel cerro del águila había servido
de atalaya a romanos y sarracenos. Le preguntó entonces si había
vivido en España. Le contestó que efectivamente, en Asturias, donde
acudió para la construcción del ferrocarril de Langreo, pero que
ahora estaba en Andalucía por su amigo, que le había encomendado
visitar algunas minas para invertir. Que el ferrocarril y los
minerales eran trabajos que tenían mucho futuro. Felipe comprendió
entonces que su pariente alcalde tenía que pensar igual, que buscar
minerales debía tener más provecho que trabajar el campo o cuidar
animales. Pero no compartía que en el pueblo hubiera gente que
quisieran vender sus tierras para ponerlas al servicio de la minería,
por mucho futuro que vieran el francés y el alcalde. Así siguieron
caminando cuando en lontananza los negruzcos escoriales destacaban
entre el verde de los jarales.
Ansioso
por llegar, quiso acelerar el paso de sus mulas, pero la que llevaba
el baúl parecía que lo perdería por el camino, por lo que Felipe,
que ya había adquirido cierta confianza, acabó diciéndole.
-Don
Ernesto, que el terreno no es propio para el trote.
Llegaron
al fin a los grandes escoriales. Desmontaron. Amarraron la caballería
a un arbusto. El campo estaba en completo silencio. A lo lejos
pastaban ovejas que parecían no ser conducidas por nadie, pero
Felipe sabia que pertenecían a alosneros, que pastoreaban por esas
fechas.
Sobre
los escoriales crecía por azar alguna planta de jara, porque el
viento trasladaba tierra y semillas desde lugares fértiles. El
francés sacó de su mochila una lupa y un pequeño martillo con
punta. Con alguna dificultad caminaba entre las escorias. Se le veía
dar pasos aquí y allá, tomar notas en un cuaderno. Se adentró
tanto que lo perdió de vista. Felipe comprobó que el sol no estaba
en su cenit, por lo que pensó que tenían tiempo para regresar con
luz solar. Apareció a lo lejos en lo alto de un montículo
haciéndole señas para que acudiera. Aseguró la caballería a los
matorrales y acudió a su llamada.
Desde
esa altura se divisaban hacia el sur algunas casas y la torre de una
iglesia. Suponía que aquellas viviendas eran del Alosno. Felipe, que
ya conocía el avistamiento, le confirmó que aquello era Alosno, que
desde allí acuden pastores con su ganado.
Le
preguntó por la distancia. Felipe no sabia cuanto, pero mucho menos
que a la Puebla, porque había comprobado que algunos campesinos
marchaban a Alosno para resolver algún asunto y regresaban para
continuar con sus tareas.
El
sol les daba margen para permanecer más horas en aquel lugar sin
temer por el regreso. El francés seguía anotando datos en su
cuaderno, golpeando piedras, calculando distancias. Felipe tomó las
riendas de la caballería y los trasladó de lugar. Así estuvo largo
rato a la espera que don Ernesto dijera que volvían a la Puebla. Le
llamó para decirle algo que no se esperaba, que se marchara solo al
pueblo, que él continuaba hasta Alosno. Había divisado un sendero
que debería ir en esa dirección y quería llegar con tiempo de
buscar alojamiento.
Se
despidió de Felipe poniéndole en la mano algunas monedas y
diciéndole que si todo salía bien se volverían a ver. Le dio las
gracias. Quiso devolverle el dinero porque ya le había pagado
generosamente antes de salir de la Puebla, pero el francés insistió
que se lo quedara.
Montó
en “Crispín” para regresar por donde había venido. Durante el
regreso pensaba si no sería un cumplido del francés el que se
volverían a ver.
Deligny
se encaminó por el sendero que había divisado desde la altura.
Emprendió la marcha para llegar a otro pueblo, mentado pero
desconocido, Alosno. Esta vez hacía el trayecto alegre y satisfecho
por cuanto había visto, no lo podía disimular. Y era verdad, el
reconocimiento de los grandes escoriales había causado tanta
satisfacción en el francés, que ni observó que ya estaba llegando
hasta las primeras casas si no fuera porque algunos perros ladraron
a su mula.
Una
mujer salio de casa, llamó por su nombre a los perros y los hizo
callar. El francés le preguntó cómo se llegaba al Ayuntamiento.
-Siga
la calle y vera la bandera de España.
Llegó
al edificio con la bandera y le pareció que estaba cerrado. En la
puerta algunas notas informaban de bandos, acuerdos y recursos. Bajó
de la mula. Alguien que pasaba le informó que el secretario estaba
en misa, que el Ayuntamiento no abriría hasta mañana. Le preguntó
donde podía alojarse a pasar la noche y cuidar de sus mulas.
Continuará...
José
Gómez Ponce
Octubre
2019
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