Una mañana
de invierno Juan se revuelve entre las frías sabanas de la cama. Su
madre acaba de llamarle: “tienes que ir a la escuela”. Su madre
duerme en la misma cama, él y su hermana a los pies. Se levanta
antes para ir preparándole el café con leche que desayuna junto a
unas rebanadas de pan frito.
“Antes
tienes que quitarte las legañas”, le dice su madre, en la
palangana con agua fría que le ha preparado en la cocina. Como el
agua la tiene almacenada en el corral, en un bidón metálico que su
padre trajo una vez de la mina y su madre cubrió interiormente con
varias capas de cal, está fría como el carámbano. Mojando las
punta de los dedos se las pasa por los parpados y cuando la madre no
le ve le dice que ya se ha lavado. Otras veces, cuando no se
levantaba con el tiempo tan justo como hoy, su madre coge un tiesto
del “cuadrolata” y le calienta un poco de agua. Ese día sí se
lavaba la cara de verdad. Es que cuando hace frio en esta casa es
para temblar, como dice su abuelo, que se queja de los techos tan
altos con que la hicieron. Alguna sabiduría le supone Juan a su
abuelo porque desde siempre lo conoce con dos pulseras metálicas de
cobre en ambas muñecas. Su madre le había explicado que eso es
porque en su trabajo de guardafrenos había cogido mucho frio en el
cuerpo y con esos adornos de cobre quería combatir la falta de
movilidad que notaba en los dedos.
El café con
leche ya estaba en la mesa junto a las rebanadas de pan frito.
Algunas veces utilizaba como taza el envase metálico de una lata de
leche, al que su padre ponía un primoroso asa y que colgaban en el
cuadrolata.
El aparato
de radio ya se había calentado y estaba emitiendo una radionovela,
teatro radiofónico que tantos seguidores tenía entre las amas de
casa. El aparato de radio era lo más moderno que tenían en casa,
regalo del abuelo. “Yo me tengo que subir a una silla para
encenderlo, conectando primero el voltímetro. Pero una vez vino un
hombre y se lo llevó cargándolo en una moto y me dijo mi abuelo
algo de cambiarle válvulas”. Le había comentado alguna vez a sus
amigos.
Durante la
radionovela se escuchaba una sintonía con una letra que a Juan
confundía sobre el comportamiento humano: “diste fuego al
chaparral y ahora que los ves ardiendo lo quieres apagar”
Este
estribillo, al que le daba vueltas en la cabeza, acabó resolviéndolo
condenando mentalmente a la pirómana: “si lo quería apagar no lo
tenia que haber encendido”.
Llamaron a
la puerta, y aunque estaba abierta, él sabia que era su amigo Pedro,
para hacer juntos el camino a la escuela.
En la calle
comprobó el frío que hacía. Se le metía por los perniles de los
pantalones cortos y le llegaba hasta la barriga.
Le dijo a
Pedro que se aligerara, que lo mismo sonaba la campana y les cogía
bien lejos del llano de la escuela, desde donde antes de cerrar la
puerta lo mismo les veían llegar. Pero sonó la campana cuando no
estaban ni a mitad del camino y sabían que no llegarían a tiempo.
Les costó decidir entre volver a casa y que sus madres comprobaran
que habían faltado a la escuela, o hacer la rabona. Con algún
remordimiento decidieron lo segundo. Se dieron ánimos para iniciar
lo que no habían experimentado nunca, faltar a clase sin tener que
ir al medico o quedarte con fiebre en la cama el día que tuviste
paperas.
Se les
ocurrió, que cuando los niños salieran de la escuela marcharían
junto con ellos a casa, así las madres no sospecharían nada. Lo que
no querían es que a la salida les viera D. Gonzalo, porque seguro
que les preguntaba por su falta y la respuesta que darle todavía no
la habían pensado. Mañana ya sería otro día y hasta se le podía
olvidar que no estuvieron en clase. La clase de D. Gonzalo les
resultaba muy amena, sobre todo cuando tenían que leer sobre la vida
de “cien figuras universales” o “cien figuras españolas”,
porque ponía mucho interés en que pronunciaran bien los signos de
la escritura. La correcta lectura de una frase con interrogación o
con símbolos de admiración. La diferencia entre una coma, el punto,
o el punto y coma. También, cuando para introducirlos en la lectura,
les hablaba de la vida o la historia del personaje.
Decididos a
faltar a clase, se les ocurrió dar una vuelta por los huertos que
había por los alrededores de la escuela. No esperaban encontrarse
con nadie que les preguntara porqué no estaban en la escuela.
Pasaron por un callejón donde las tapias de piedras de unos huertos
se unían con las tapias de los siguientes. Chozas rusticas con
paredes deformes de piedra y barro. Chapas y tubos reutilizados para
cualquier apaño. Zahúrdas con uno o varios cerdos que gruñían al
oírlos pasar.
Uno de estos
huertos tenía la puerta abierta, y la curiosidad por ver lo bien
cuidado que se adivinaba y que no se escuchaba ninguna voz a lo
lejos, les animó a entrar. En algunos huertos y por sus estaturas,
no podían ver su interior, pues por arriba de estas paredes de
piedras solían sobresalir espinadas chumberas que persuadían al más
valiente.
Pasaron
dentro. Aunque su extensión no sabían decir si grande o pequeña,
calcularon que sería más o menos dos veces la superficie de sus
casas. Pedro vivía en otra casa de la Compañía igual. Tenía un
pozo con un brocal rematado en dos muros de piedra donde un travesaño
de madera sostenía una carrucha herrumbrosa. El cubo de cinc,
cubierto de bolladuras y el contorno desgastado, estaba bocabajo
junto al brocal; encima un trozo de cuerda de cáñamo enrollada en
espiral, que por su extensión se adivinaba que el agua no estaba a
mucha profundidad. Al otro lado del brocal había una pileta
toscamente construida que contenía dos viejos culos de lebrillos,
que antes de acabar aquí como maceteros debieron tener otros usos, y
que ellos habían visto en las matanzas de los cerdos para recoger la
sangre que manaba del cuello de los cochinos cuando el matarife les
clavaba el cuchillo, y una mujer daba vueltas a la sangre con sus
manos. Estos maceteros estaban ahora repletos de hierbabuena que
impregnaban el ambiente con su fuerte y agradable aroma. La choza
tenia una parra, ahora sin hojas por la estación, pero sus ramas
cubrían todo un entramado de cables y tubos que se había construido
a modo de pérgola.
La puerta
estaba abierta, y les resultaba extraño no escuchar a nadie por los
alrededores. ¿Porqué estarían la puerta del huerto y de la choza
abiertas? Se preguntaban. La curiosidad era más fuerte que saber que
lo que estaban haciendo no estaba bien, y que si sus padres se
enteraban les darían una reprimenda. Empujaron la puerta para
entrar. Un golpe de luz inundó toda la estancia. Algunas
herramientas para trabajar el huerto estaban a un lado. Del techo
colgaban algunas ristres de ajos. En un rincón y en varias cajas de
madera estaban amontonadas muchas piezas y restos de otras. Creyeron
adivinar tuberías, válvulas, manivelas, y todas de un color
amarillento. Revolvieron con las manos. Pedro se fijó en una pieza
redonda de color más encendido que le cabía en la palma de la mano.
No saben que tiempo pasaron observando aquel “tesoro”, pero
advirtieron que alguien se podía acercar porque se escuchaba el
caminar acompasado de una caballería. Para no verse sorprendidos
por si aquellos pasos se dirigían hacia donde ellos estaban,
decidieron saltar el muro de piedra que bordeaba el trasero de la
choza. Se refugiaron entre las ramas de los eucaliptos. Desde allí
vieron llegar a un hombre que conducía un burrito. El animal llevaba
en su lomo un bulto envuelto con una lona oscura. El hombre paró el
animal a la puerta del huerto que acababan de abandonar y cerrando la
puerta lo amarró a una rama del olivo que crecía detrás del pozo.
La lona cayó al suelo y pudieron ver lo que ocultaba: una caja de
madera igual a las que contenían tantas piezas de color amarillo. La
curiosidad y temor a ser descubiertos los mantenía inmóviles sin
perder detalles. Con esfuerzo puso la caja en el suelo y después la
introdujo en la choza. Momento que Pedro hizo seña a Juan y
aprovecharon para salir corriendo y alejarse de aquel huerto.
Calcularon
que no faltaría mucho para ver salir a sus compañeros, unirse a
ellos y marchar a casa como si no hubiera ocurrido nada. Como si no
hubieran echo la rabona. Camino de casa, Pedro sacó algo del
bolsillo y lo puso en la mano de Juan. Era el trozo de metal redondo
y amarillo que habían visto en aquellas cajas. Se empezaron a
preocupar por si el dueño lo echaba en falta. Pasaron algunos días
y la preocupación se había disipado, hasta que llegó a
conocimiento de D. Gonzalo la posesión de la pieza amarilla y
brillante, porque alguien se fue de la lengua pensando que aquello
tendría mucho valor.
La llevaron
y se la entregaron en privado, asegurándole que la habían encontrado
de forma casual. Se enteraron que aquella pieza era una pequeña
polea de bronce, un material muy apreciado y caro, les dijo D.
Gonzalo. Pedro y Juan se miraron y pensaron lo mismo. Aquellas cajas
estaban llenas de bronce, y si estaban ocultas es porque alguien
pensaba venderlas para obtener una importante cantidad de dinero.
Vaya dolor de barriga que les entró, pensando que acabarían en la
Guardia Civil contando todo lo que habían visto.
Continuará...
José Gómez
Ponce
Junio 2019
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