jueves, 6 de junio de 2019

HACIENDO LA RABONA



Una mañana de invierno Juan se revuelve entre las frías sabanas de la cama. Su madre acaba de llamarle: “tienes que ir a la escuela”. Su madre duerme en la misma cama, él y su hermana a los pies. Se levanta antes para ir preparándole el café con leche que desayuna junto a unas rebanadas de pan frito.
Antes tienes que quitarte las legañas”, le dice su madre, en la palangana con agua fría que le ha preparado en la cocina. Como el agua la tiene almacenada en el corral, en un bidón metálico que su padre trajo una vez de la mina y su madre cubrió interiormente con varias capas de cal, está fría como el carámbano. Mojando las punta de los dedos se las pasa por los parpados y cuando la madre no le ve le dice que ya se ha lavado. Otras veces, cuando no se levantaba con el tiempo tan justo como hoy, su madre coge un tiesto del “cuadrolata” y le calienta un poco de agua. Ese día sí se lavaba la cara de verdad. Es que cuando hace frio en esta casa es para temblar, como dice su abuelo, que se queja de los techos tan altos con que la hicieron. Alguna sabiduría le supone Juan a su abuelo porque desde siempre lo conoce con dos pulseras metálicas de cobre en ambas muñecas. Su madre le había explicado que eso es porque en su trabajo de guardafrenos había cogido mucho frio en el cuerpo y con esos adornos de cobre quería combatir la falta de movilidad que notaba en los dedos.
El café con leche ya estaba en la mesa junto a las rebanadas de pan frito. Algunas veces utilizaba como taza el envase metálico de una lata de leche, al que su padre ponía un primoroso asa y que colgaban en el cuadrolata.
El aparato de radio ya se había calentado y estaba emitiendo una radionovela, teatro radiofónico que tantos seguidores tenía entre las amas de casa. El aparato de radio era lo más moderno que tenían en casa, regalo del abuelo. “Yo me tengo que subir a una silla para encenderlo, conectando primero el voltímetro. Pero una vez vino un hombre y se lo llevó cargándolo en una moto y me dijo mi abuelo algo de cambiarle válvulas”. Le había comentado alguna vez a sus amigos.
Durante la radionovela se escuchaba una sintonía con una letra que a Juan confundía sobre el comportamiento humano: “diste fuego al chaparral y ahora que los ves ardiendo lo quieres apagar”
Este estribillo, al que le daba vueltas en la cabeza, acabó resolviéndolo condenando mentalmente a la pirómana: “si lo quería apagar no lo tenia que haber encendido”.
Llamaron a la puerta, y aunque estaba abierta, él sabia que era su amigo Pedro, para hacer juntos el camino a la escuela.
En la calle comprobó el frío que hacía. Se le metía por los perniles de los pantalones cortos y le llegaba hasta la barriga.
Le dijo a Pedro que se aligerara, que lo mismo sonaba la campana y les cogía bien lejos del llano de la escuela, desde donde antes de cerrar la puerta lo mismo les veían llegar. Pero sonó la campana cuando no estaban ni a mitad del camino y sabían que no llegarían a tiempo. Les costó decidir entre volver a casa y que sus madres comprobaran que habían faltado a la escuela, o hacer la rabona. Con algún remordimiento decidieron lo segundo. Se dieron ánimos para iniciar lo que no habían experimentado nunca, faltar a clase sin tener que ir al medico o quedarte con fiebre en la cama el día que tuviste paperas.
Se les ocurrió, que cuando los niños salieran de la escuela marcharían junto con ellos a casa, así las madres no sospecharían nada. Lo que no querían es que a la salida les viera D. Gonzalo, porque seguro que les preguntaba por su falta y la respuesta que darle todavía no la habían pensado. Mañana ya sería otro día y hasta se le podía olvidar que no estuvieron en clase. La clase de D. Gonzalo les resultaba muy amena, sobre todo cuando tenían que leer sobre la vida de “cien figuras universales” o “cien figuras españolas”, porque ponía mucho interés en que pronunciaran bien los signos de la escritura. La correcta lectura de una frase con interrogación o con símbolos de admiración. La diferencia entre una coma, el punto, o el punto y coma. También, cuando para introducirlos en la lectura, les hablaba de la vida o la historia del personaje.
Decididos a faltar a clase, se les ocurrió dar una vuelta por los huertos que había por los alrededores de la escuela. No esperaban encontrarse con nadie que les preguntara porqué no estaban en la escuela. Pasaron por un callejón donde las tapias de piedras de unos huertos se unían con las tapias de los siguientes. Chozas rusticas con paredes deformes de piedra y barro. Chapas y tubos reutilizados para cualquier apaño. Zahúrdas con uno o varios cerdos que gruñían al oírlos pasar.
Uno de estos huertos tenía la puerta abierta, y la curiosidad por ver lo bien cuidado que se adivinaba y que no se escuchaba ninguna voz a lo lejos, les animó a entrar. En algunos huertos y por sus estaturas, no podían ver su interior, pues por arriba de estas paredes de piedras solían sobresalir espinadas chumberas que persuadían al más valiente.
Pasaron dentro. Aunque su extensión no sabían decir si grande o pequeña, calcularon que sería más o menos dos veces la superficie de sus casas. Pedro vivía en otra casa de la Compañía igual. Tenía un pozo con un brocal rematado en dos muros de piedra donde un travesaño de madera sostenía una carrucha herrumbrosa. El cubo de cinc, cubierto de bolladuras y el contorno desgastado, estaba bocabajo junto al brocal; encima un trozo de cuerda de cáñamo enrollada en espiral, que por su extensión se adivinaba que el agua no estaba a mucha profundidad. Al otro lado del brocal había una pileta toscamente construida que contenía dos viejos culos de lebrillos, que antes de acabar aquí como maceteros debieron tener otros usos,  y que ellos habían visto en las matanzas de los cerdos para recoger la sangre que manaba del cuello de los cochinos cuando el matarife les clavaba el cuchillo, y una mujer daba vueltas a la sangre con sus manos. Estos maceteros estaban ahora repletos de hierbabuena que impregnaban el ambiente con su fuerte y agradable aroma. La choza tenia una parra, ahora sin hojas por la estación, pero sus ramas cubrían todo un entramado de cables y tubos que se había construido a modo de pérgola.
La puerta estaba abierta, y les resultaba extraño no escuchar a nadie por los alrededores. ¿Porqué estarían la puerta del huerto y de la choza abiertas? Se preguntaban. La curiosidad era más fuerte que saber que lo que estaban haciendo no estaba bien, y que si sus padres se enteraban les darían una reprimenda. Empujaron la puerta para entrar. Un golpe de luz inundó toda la estancia. Algunas herramientas para trabajar el huerto estaban a un lado. Del techo colgaban algunas ristres de ajos. En un rincón y en varias cajas de madera estaban amontonadas muchas piezas y restos de otras. Creyeron adivinar tuberías, válvulas, manivelas, y todas de un color amarillento. Revolvieron con las manos. Pedro se fijó en una pieza redonda de color más encendido que le cabía en la palma de la mano. No saben que tiempo pasaron observando aquel “tesoro”, pero advirtieron que alguien se podía acercar porque se escuchaba el caminar acompasado de una caballería. Para no verse sorprendidos por si aquellos pasos se dirigían hacia donde ellos estaban, decidieron saltar el muro de piedra que bordeaba el trasero de la choza. Se refugiaron entre las ramas de los eucaliptos. Desde allí vieron llegar a un hombre que conducía un burrito. El animal llevaba en su lomo un bulto envuelto con una lona oscura. El hombre paró el animal a la puerta del huerto que acababan de abandonar y cerrando la puerta lo amarró a una rama del olivo que crecía detrás del pozo. La lona cayó al suelo y pudieron ver lo que ocultaba: una caja de madera igual a las que contenían tantas piezas de color amarillo. La curiosidad y temor a ser descubiertos los mantenía inmóviles sin perder detalles. Con esfuerzo puso la caja en el suelo y después la introdujo en la choza. Momento que Pedro hizo seña a Juan y aprovecharon para salir corriendo y alejarse de aquel huerto.
Calcularon que no faltaría mucho para ver salir a sus compañeros, unirse a ellos y marchar a casa como si no hubiera ocurrido nada. Como si no hubieran echo la rabona. Camino de casa, Pedro sacó algo del bolsillo y lo puso en la mano de Juan. Era el trozo de metal redondo y amarillo que habían visto en aquellas cajas. Se empezaron a preocupar por si el dueño lo echaba en falta. Pasaron algunos días y la preocupación se había disipado, hasta que llegó a conocimiento de D. Gonzalo la posesión de la pieza amarilla y brillante, porque alguien se fue de la lengua pensando que aquello tendría mucho valor.
La llevaron y se la entregaron en privado, asegurándole que la habían encontrado de forma casual. Se enteraron que aquella pieza era una pequeña polea de bronce, un material muy apreciado y caro, les dijo D. Gonzalo. Pedro y Juan se miraron y pensaron lo mismo. Aquellas cajas estaban llenas de bronce, y si estaban ocultas es porque alguien pensaba venderlas para obtener una importante cantidad de dinero. Vaya dolor de barriga que les entró, pensando que acabarían en la Guardia Civil contando todo lo que habían visto.

Continuará...

José Gómez Ponce
Junio 2019




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