jueves, 13 de junio de 2019

HACIENDO LA RABONA. 2ª Parte



Al día siguiente, no sabemos quien fue a esperar a quien para hacer juntos el camino a la escuela. Estaban deseosos de encontrarse y decirse las preocupaciones que le invadían. Daban por echo que en cualquier momento la Guardia Civil se presentaba en sus casas y se los llevaban presos, pero ese pensamiento mutuo no lo querían expresar porque demostraría el miedo que sentían. Anduvieron un trecho sin cruzar palabra. Fue Juan quien rompió el silencio diciendo que él sabia como escapar de la cárcel. La respuesta de Pedro fue fulminante.
-Tú eres tonto. ¿quien va a ir a la cárcel?
Juan se arrepintió de haber descubierto su miedo tan pronto. Quiso enmendarlo contando que una vez que detuvieron a un hombre y lo metieron en la cárcel.
-Sí, la que está en la calle donde Valdemiro, ¿y qué? -interrumpió Pedro.
Siguió relatando que él se acercó por allí y vio que la cárcel era igual a los cuarteles donde vivían muchas familias, que tenía la misma puerta de madera, y pensó que un familiar de ese hombre si le traía una caja de cerillas lo podían sacar dándole fuego a la puerta.
-Eso. ¡con una caja de cerilla lo arreglas!. ¿Y si nos vieron entrar en el huerto y para que no hablemos presionan a nuestros padres? -dijo Pedro.
-O a nosotros -dijo Juan.
-Pues a mi, aunque me maten no abro la boca -prosiguió Pedro.
-Ni yo tampoco voy a decir nada, aunque me metan en la cárcel.
Pedro preguntó si se había dado cuenta de una cosa, que el hombre que llevaba el burro no parecía de Tharsis.
-Yo también creo que no es de Tharsis. ¿Y eso qué quiere decir? -pregunto Juan.
-Que si el hombre no es de Tharsis, y el dueño del huerto sí, es que esto es un complot -respondió Pedro.
-¿Qué es un complot?
-Que uno hace una cosa y otro otra, para que salga mejor -acertó a explicar Pedro.
-¡Ah! Ya. Como cuando vamos a poner los pájaros. Que tú pones el arbolete y yo llevo el jilguero y el "jamá" -dijo Juan.
-Sí, eso mismo.
-El dueño de ese huerto no es quien llevaba el burro con la caja -dijo Juan- Que yo lo conozco.
-Sí, pero es quien dejó la puerta del huerto y de la choza abiertas para que otro metiera allí las cajas -respondió Pedro.
-¡Uf!, Pedro, me estas preocupando más. ¿pero que hacemos?
Llegaron al llano de la escuela donde confluían los niños de todo el pueblo. Se dirigieron a la clase de D. Gonzalo. A la entrada estaban apilados algunos troncos de madera que la Compañía suministraba para encender la chimenea. Los niños mayores se ofrecieron voluntarios para acarrearlos dentro. Otro niño estaba preparado para tocar la campana. El maestro estaba de pie en el entarimado e iba mirando a los alumnos al entrar. Pedro y Juan no se sentaban juntos y cada uno fue a su asiento.
Antes de ocupar su sitio, Pedro le había dicho que al recreo le dijera a Diego que los acompañara a las vías del tren.
-¿Qué Diego, “Dieguito”? -preguntó Juan.
-Sí, “Dieguito”, dile que vamos a ver pasar a mi tío, que si nos ve tocará el silbato de la locomotora.
Las vías del tren que venían de Sierra Bullones pasaba por bajo de la escuela. Los maestros no querían que los niños se acercaran por allí, pero cuando maquinistas, fogoneros, o guardafrenos no eran padres de unos, eran tíos o familiares de otros. Este trayecto acercando los vagones de mineral hasta Filón Norte se hacía todos los días. A veces viajaba en la locomotora un jefe de la mina, porque ellos vivían en Pueblo Nuevo y hasta allí hubo un tiempo que llegó el ferrocarril.
La clase olía todas las mañanas a limpia. Tarea de limpieza que tenia encomendada Carmen, empleada de la Compañía, que también se encargaba de las oficinas. El compañero de Juan derramó un día tinta en el pupitre que manchó el suelo, pero le hizo seña con el indice en la boca para que no se quejara. Sabía que en un rato tocaría salida y la mancha en la madera y en el suelo no estaría al día siguiente. El crisolín lo limpiaba todo, y Carmen lo usaba con profusión.
A la hora del recreo y según lo acordado, Juan le propuso a Dieguito que fueran a las vías del tren. Que el tío de Pedro los saludaría desde la locomotora. También podían poner algunas piedras en la vía y ver como el tren las pulverizaba.
Dieguito era hijo único, vivía en una casa de empleados. Se enteraba de todo lo que explicaba el maestro, por eso, cuando teníamos alguna duda y no queríamos preguntar para que no comprobara que no estábamos atentos a las explicaciones en clase, luego se lo preguntábamos a Dieguito. Su padre, según era de dominio público, “mandaba algo”. -Contaría de él Pedro.
Era también el que más bromas sufría en sus carnes. El que más tebeos tenía de Roberto Alcázar y Pedrín. El que tenía fotos de equipos de fútbol y de futbolistas, que apenas tenía nadie. Porque le gustaba el fútbol, y se ofrecía el primero a formar parte de uno de los equipos que se organizaban, pero siempre le decían que lo quedaban de reserva y se conformaba. Aunque un día no hubo más remedio que ponerlo a jugar porque uno del equipo se llevó una patada en la cabeza y salio diciendo que no jugaba más. Entonces entró Dieguito y él solo marcó un gol. A partir de entonces ya se contaba con él.
La broma que peor llevaba es que le hicieran el gazpacho. Con varios niños encima poca resistencia podía poner a que le metieran hierbas por todo el cuerpo: camisa, pantalones, cuello; hasta en los calzoncillos. Lo aguantaba intentando que después hicieran el gazpacho con otro. Pero lo que de verdad temía es que tras esa broma venia sistemáticamente los dos o tres alpargatazos que le propinaba su madre, cuando le encontraba briznas y manchas de hierbas en la ropa. Le repetía que no se dejara hacer eso, que le tenía que lavar toda la ropa. Que no se juntara con niños tan salvajes.
Pero ni la alpargata de la madre ni sus indicaciones iban a influir para cambiar de amistades. Este cambio vendría casi un año después, y la verdad que todos lo echaron de menos. Su padre fue trasladado a Corrales, y lo que conocieron de él por unos tíos suyos que vivían en el pueblo, es que fue a un colegio en Huelva.
Antes de llegar a las vías del tren, el sitio acordado, vieron que Pedro ya estaba allí esperándoles.
Nada más llegar, Pedro le soltó a bocajarro:
-Eres un chivato, tú qué tienes que decir nada a D. Gonzalo.
Dieguito no sabia exactamente de qué era chivato, pero lo que le había dicho a D. Gonzalo hacía unos días, es que Pedro le había enseñado una pieza redonda que parecía de oro, y como creía que tenia que valer mucho, quiso que el maestro le asesorara cuanto dinero podía sacar por ella.
-No sé si D. Gonzalo te ha dicho cuanto puede valer, pero si quieres lo hablo con mi padre para que nos diga si es oro bueno o mezcla -contestó el acusado de chivato.
Pedro comprendió que a quien había acusado actuó de buena fe, que lo que creía oro no era tal si no bronce, y se lo iba a decir ahora mismo.
-Escuchame bien, -contestó Pedro- porque si no me haces caso, ahora mismo Juan y yo te hacemos un gazpacho.
Este era un castigo que no quería sufrir, porque los alpargatazos y reproches de la madre le llegaban al alma.
-Explicarme qué queréis que haga -respondió.
-Mira, la pieza que te enseñé, maldita la hora, no es oro, es bronce. No vale como el oro, pero sí vale algo. Ahora quiero que me jures por tu madre, que lo que vamos a hablar no se lo vas a decir a nadie.
Jurar por su madre era lo máximo que se le podía pedir. Respetuoso con sus padres se dispensaban cariño mutuo, pero su madre era sagrada. Si nos hubiéramos acercado al confesionario que visitaba todas las semanas, seguro que no oiríamos un solo pecado en sus confesiones. A lo que D. Juan le diría que siguiera así y rezara dos padres nuestros.
-Os lo juro, no lo diré a nadie.
-No, júralo por tu madre.
-Lo juro por mi madre. -acabó diciendo.
Pedro se extendió explicando lo que descubrieron el día que hicieron la rabona. Las piezas de bronce guardadas en varias cajas en la choza de un huerto. Que estarían allí porque alguien las había robado para venderlas, y que el dueño del huerto, y el que las transportaban tenían un complot.
-No me digáis que también participan los guardas -respondió Dieguito.
-¡Los guardas! -exclamó Juan- esto es un lío y yo me quiero ir a mi casa. -dirigiéndose a Pedro- Tú lo que tienes que hacer es devolver esa pieza. Tú la cogiste y lo has liado todo.
-Al único sitio que vas a ir es a la cárcel. Y te va a llevar la Guardia Civil -contestó Pedro.
-Explicármelo todo si queréis que yo me entere y os pueda ayudar -les dijo Dieguito.
El tren pasó en ese momento y el maquinista, al ver a su sobrino, hizo sonar el silbato. Ellos reconocieron al conductor y le saludaron. El maquinista les gritó algo que los niños no escucharon, pero el fogonero sí: “Pedro, no vengáis por aquí”.
Ese día se unieron tres mosqueteros, que de haber leído a Alejandro Dumas no les hubiera importado hacer suyo el lema de los mosqueteros franceses: “todos para uno y uno para todos”. Habían decidido descubrir a los ladrones antes que los ladrones le descubrieran a ellos.

Continuará...

José Gómez Ponce
Junio 2019

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