Al día
siguiente, no sabemos quien fue a esperar a quien para hacer juntos
el camino a la escuela. Estaban deseosos de encontrarse y decirse las
preocupaciones que le invadían. Daban por echo que en cualquier
momento la Guardia Civil se presentaba en sus casas y se los llevaban
presos, pero ese pensamiento mutuo no lo querían expresar porque
demostraría el miedo que sentían. Anduvieron un trecho sin cruzar
palabra. Fue Juan quien rompió el silencio diciendo que él sabia
como escapar de la cárcel. La respuesta de Pedro fue fulminante.
-Tú eres
tonto. ¿quien va a ir a la cárcel?
Juan se
arrepintió de haber descubierto su miedo tan pronto. Quiso
enmendarlo contando que una vez que detuvieron a un hombre y lo
metieron en la cárcel.
-Sí, la que
está en la calle donde Valdemiro, ¿y qué? -interrumpió Pedro.
Siguió
relatando que él se acercó por allí y vio que la cárcel era igual
a los cuarteles donde vivían muchas familias, que tenía la misma
puerta de madera, y pensó que un familiar de ese hombre si le traía
una caja de cerillas lo podían sacar dándole fuego a la puerta.
-Eso. ¡con
una caja de cerilla lo arreglas!. ¿Y si nos vieron entrar en el
huerto y para que no hablemos presionan a nuestros padres? -dijo
Pedro.
-O a
nosotros -dijo Juan.
-Pues a mi,
aunque me maten no abro la boca -prosiguió Pedro.
-Ni yo
tampoco voy a decir nada, aunque me metan en la cárcel.
Pedro
preguntó si se había dado cuenta de una cosa, que el hombre que
llevaba el burro no parecía de Tharsis.
-Yo también
creo que no es de Tharsis. ¿Y eso qué quiere decir? -pregunto Juan.
-Que si el
hombre no es de Tharsis, y el dueño del huerto sí, es que esto es
un complot -respondió Pedro.
-¿Qué es
un complot?
-Que uno
hace una cosa y otro otra, para que salga mejor -acertó a explicar
Pedro.
-¡Ah! Ya.
Como cuando vamos a poner los pájaros. Que tú pones el arbolete y
yo llevo el jilguero y el "jamá" -dijo Juan.
-Sí, eso
mismo.
-El dueño
de ese huerto no es quien llevaba el burro con la caja -dijo Juan-
Que yo lo conozco.
-Sí, pero
es quien dejó la puerta del huerto y de la choza abiertas para que
otro metiera allí las cajas -respondió Pedro.
-¡Uf!,
Pedro, me estas preocupando más. ¿pero que hacemos?
Llegaron al
llano de la escuela donde confluían los niños de todo el pueblo. Se
dirigieron a la clase de D. Gonzalo. A la entrada estaban apilados
algunos troncos de madera que la Compañía suministraba para
encender la chimenea. Los niños mayores se ofrecieron voluntarios
para acarrearlos dentro. Otro niño estaba preparado para tocar la
campana. El maestro estaba de pie en el entarimado e iba mirando a
los alumnos al entrar. Pedro y Juan no se sentaban juntos y cada uno
fue a su asiento.
Antes de
ocupar su sitio, Pedro le había dicho que al recreo le dijera a
Diego que los acompañara a las vías del tren.
-¿Qué
Diego, “Dieguito”? -preguntó Juan.
-Sí,
“Dieguito”, dile que vamos a ver pasar a mi tío, que si nos ve
tocará el silbato de la locomotora.
Las vías
del tren que venían de Sierra Bullones pasaba por bajo de la
escuela. Los maestros no querían que los niños se acercaran por
allí, pero cuando maquinistas, fogoneros, o guardafrenos no eran
padres de unos, eran tíos o familiares de otros. Este trayecto
acercando los vagones de mineral hasta Filón Norte se hacía todos
los días. A veces viajaba en la locomotora un jefe de la mina,
porque ellos vivían en Pueblo Nuevo y hasta allí hubo un tiempo que
llegó el ferrocarril.
La clase
olía todas las mañanas a limpia. Tarea de limpieza que tenia
encomendada Carmen, empleada de la Compañía, que también se
encargaba de las oficinas. El compañero de Juan derramó un día
tinta en el pupitre que manchó el suelo, pero le hizo seña con el
indice en la boca para que no se quejara. Sabía que en un rato
tocaría salida y la mancha en la madera y en el suelo no estaría al
día siguiente. El crisolín lo limpiaba todo, y Carmen lo usaba con
profusión.
A la hora
del recreo y según lo acordado, Juan le propuso a Dieguito que
fueran a las vías del tren. Que el tío de Pedro los saludaría
desde la locomotora. También podían poner algunas piedras en la
vía y ver como el tren las pulverizaba.
Dieguito era
hijo único, vivía en una casa de empleados. Se enteraba de todo lo
que explicaba el maestro, por eso, cuando teníamos alguna duda y no
queríamos preguntar para que no comprobara que no estábamos
atentos a las explicaciones en clase, luego se lo preguntábamos a
Dieguito. Su padre, según era de dominio público, “mandaba algo”.
-Contaría de él Pedro.
Era también
el que más bromas sufría en sus carnes. El que más tebeos tenía
de Roberto Alcázar y Pedrín. El que tenía fotos de equipos de
fútbol y de futbolistas, que apenas tenía nadie. Porque le gustaba
el fútbol, y se ofrecía el primero a formar parte de uno de los
equipos que se organizaban, pero siempre le decían que lo quedaban
de reserva y se conformaba. Aunque un día no hubo más remedio que
ponerlo a jugar porque uno del equipo se llevó una patada en la
cabeza y salio diciendo que no jugaba más. Entonces entró Dieguito
y él solo marcó un gol. A partir de entonces ya se contaba con él.
La broma que
peor llevaba es que le hicieran el gazpacho. Con varios niños encima
poca resistencia podía poner a que le metieran hierbas por todo el
cuerpo: camisa, pantalones, cuello; hasta en los calzoncillos. Lo
aguantaba intentando que después hicieran el gazpacho con otro. Pero
lo que de verdad temía es que tras esa broma venia sistemáticamente
los dos o tres alpargatazos que le propinaba su madre, cuando le
encontraba briznas y manchas de hierbas en la ropa. Le repetía que
no se dejara hacer eso, que le tenía que lavar toda la ropa. Que no
se juntara con niños tan salvajes.
Pero ni la
alpargata de la madre ni sus indicaciones iban a influir para cambiar
de amistades. Este cambio vendría casi un año después, y la verdad
que todos lo echaron de menos. Su padre fue trasladado a Corrales, y
lo que conocieron de él por unos tíos suyos que vivían en el
pueblo, es que fue a un colegio en Huelva.
Antes de
llegar a las vías del tren, el sitio acordado, vieron que Pedro ya
estaba allí esperándoles.
Nada más
llegar, Pedro le soltó a bocajarro:
-Eres un
chivato, tú qué tienes que decir nada a D. Gonzalo.
Dieguito no
sabia exactamente de qué era chivato, pero lo que le había dicho a
D. Gonzalo hacía unos días, es que Pedro le había enseñado una
pieza redonda que parecía de oro, y como creía que tenia que valer
mucho, quiso que el maestro le asesorara cuanto dinero podía sacar
por ella.
-No sé si
D. Gonzalo te ha dicho cuanto puede valer, pero si quieres lo hablo
con mi padre para que nos diga si es oro bueno o mezcla -contestó el
acusado de chivato.
Pedro
comprendió que a quien había acusado actuó de buena fe, que lo que
creía oro no era tal si no bronce, y se lo iba a decir ahora mismo.
-Escuchame
bien, -contestó Pedro- porque si no me haces caso, ahora mismo Juan
y yo te hacemos un gazpacho.
Este era un
castigo que no quería sufrir, porque los alpargatazos y reproches de
la madre le llegaban al alma.
-Explicarme
qué queréis que haga -respondió.
-Mira, la
pieza que te enseñé, maldita la hora, no es oro, es bronce. No vale
como el oro, pero sí vale algo. Ahora quiero que me jures por tu
madre, que lo que vamos a hablar no se lo vas a decir a nadie.
Jurar por su
madre era lo máximo que se le podía pedir. Respetuoso con sus
padres se dispensaban cariño mutuo, pero su madre era sagrada. Si
nos hubiéramos acercado al confesionario que visitaba todas las
semanas, seguro que no oiríamos un solo pecado en sus confesiones.
A lo que D. Juan le diría que siguiera así y rezara dos padres
nuestros.
-Os lo juro,
no lo diré a nadie.
-No, júralo
por tu madre.
-Lo juro por
mi madre. -acabó diciendo.
Pedro se
extendió explicando lo que descubrieron el día que hicieron la
rabona. Las piezas de bronce guardadas en varias cajas en la choza de
un huerto. Que estarían allí porque alguien las había robado para
venderlas, y que el dueño del huerto, y el que las transportaban
tenían un complot.
-No me
digáis que también participan los guardas -respondió Dieguito.
-¡Los
guardas! -exclamó Juan- esto es un lío y yo me quiero ir a mi casa.
-dirigiéndose a Pedro- Tú lo que tienes que hacer es devolver esa
pieza. Tú la cogiste y lo has liado todo.
-Al único
sitio que vas a ir es a la cárcel. Y te va a llevar la Guardia Civil
-contestó Pedro.
-Explicármelo
todo si queréis que yo me entere y os pueda ayudar -les dijo
Dieguito.
El tren pasó
en ese momento y el maquinista, al ver a su sobrino, hizo sonar el
silbato. Ellos reconocieron al conductor y le saludaron. El
maquinista les gritó algo que los niños no escucharon, pero el
fogonero sí: “Pedro, no vengáis por aquí”.
Ese día se
unieron tres mosqueteros, que de haber leído a Alejandro Dumas no
les hubiera importado hacer suyo el lema de los mosqueteros
franceses: “todos para uno y uno para todos”. Habían decidido
descubrir a los ladrones antes que los ladrones le descubrieran a
ellos.
Continuará...
José Gómez
Ponce
Junio 2019
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