miércoles, 2 de junio de 2021

1853. EL INICIO DE UNA COMUNIDAD.

Aquella despedida le resultó afable, pero a la vez sugestiva: “que se volverían a ver si todo salía bien”. ¿Qué tenía que salir bien?, se preguntaba durante el trayecto de vuelta a casa. Aunque el viajero le había manifestado su gratitud, y el beneficio que había obtenido por acompañarle compensaba cualquier aclaración, hacer solo el camino de regreso le mantuvo pensativo un tiempo. El campo estaba en silencio, como de costumbre. El verdor de los jarales lo inundaba todo. Crispín iba con su trote borriquero, pero Felipe no tenía intención de arrearlo para aligerar la marcha. Alguna vez miró para atrás, porque pensaba que el francés cambiaba de opinión y le hacía señas desde lejos para que volviera. Pero la distancia era cada vez mayor. Ya no resultaría posible distinguir a alguien subido en los escoriales y haciendo señas. Llegado a la altura del Cerro del Águila, donde veneraban a la Virgen de la Peña, se sitió más cerca de los suyos. Después divisaba el campanario de la iglesia y las primeras casas. A esa sucesión de imágenes llevaba años acostumbrado. Cuando regresaba con las cabras se desviaba un poco del camino para acceder a un abrevadero, pero llegando al pueblo seguía por una trocha que le evitaba un rodeo. Ahora viajaba sin las cabras, y sin el perro que le ayudaba a vigilarlas, por eso sentiría más deseo de llegar. Al perro le hablaba como a una persona. Cuando se alejaba una cabra le decía que fuera por ella. Si otra estaba preñada le decía que no la molestara, que la dejara tranquila. O lo llamaba para decirle que era hora de comer y le rebanaba pan seco en pequeños trozos. Alguien se acercaba en dirección contraria y sintió deseos de hablar. Era conocido del pueblo y viajaba con una guadaña al hombro. Se saludaron. El de la guadaña le preguntó si había terminado su trabajo para el extranjero. En el pueblo se sabía que había partido bien temprano acompañando al francés. Le dijo que su cometido era acompañarle hasta los escoriales antiguos, y desde allí había partido para el Alosno. -¡Bah, la minería, como si los antiguos no hubieran sacado todo el provecho!. -respondió el de la guadaña. Como Felipe pensaba lo mismo, asintió con la cabeza y afirmando a modo de despedida. -Nosotros a lo nuestro. Llegado a la casa, cruzó con Crispín el pasillo empedrado hasta la cuadra. Sacó agua del pozo y la vertió en un lebrillo con múltiples desconchaduras, pero limpio, dónde bebía Crispin. Su mujer estaba en casa y le preguntó por el viaje. Puso en la mesa las monedas que le había entregado el francés y le recomendó que se comprará calzado nuevo. Le dijo que iría a ver al alcalde porque le había pedido que le informara después del regreso. El Ayuntamiento estaba cerrado, pero al ordenanza que se encontró por la calle, le pidió que le dijera que había ido a visitarle. El alcalde acudió al día siguiente en su busca. Estuvieron hablando. El alcalde para reafirmarse en la importancia de la minería. Felipe no tenia ganas de contradecirle. TRES MESES DESPUES. La puesta del sol propiciaba la salida de las casas para combatir el calor. La calle empezaba a llenarse de bancos y sillas donde los vecinos pasaban algunas horas antes de irse a la cama. El alcalde llegó a la calle Laderas y entró en la casa de Felipe. Ya habían cenado. Le pidió que le acompañara un momento a una taberna cercana. Ocuparon una mesa en el patio, que iluminaba un candil colgado en la pared. Otra mesa más lejos la ocupaban otros parroquianos. -¡Qué me dices ahora! -exclamó el alcalde. - ¿De qué? -preguntó Felipe. -¿No han venido a pedirte la choza, o que la vendas? Pues van a venir. - Sí, algo me han comentado. -Te lo dije, la minería es futuro. He hablado con Francisco Ponce, el marido de Catalina. Ha ido a inscribirse en el Ayuntamiento del Alosno para trabajar en la mina de los franceses. -afirmó el alcalde. Francisco Ponce le había comentado al alcalde, que desde el Alosno salían todos los días 100 hombres, también portugueses, para trabajar en la mina. Que hacían el camino andando. Que el trabajo era duro y algunos pensaban en quedarse a vivir allí, en un poblado que querían construir. Que otros iban con sus hijos, que también trabajaban en la mina. Y se habían enterado que Felipe tenía una choza en la Huerta Grande, y preguntaron si quería alquilarla o venderla, que era preferible dormir cerca de la mina para no regresar cansados al Alosno. La choza que refería Francisco era una barraca que había construido Felipe con otros pastores y compartían en algunas épocas del año. Que aprovechaban esas estadías trashumantes para cultivar el escaso terreno fértil que habían roturado. Estaba protegido con setos y sembraron árboles: naranjos, olivos, granados. Felipe dijo que la choza no estaba en buenas condiciones, que solo disponía de dos camastros, pero que si era necesario no tenía inconveniente en compartir o ceder a alguien. -Tú eres de los puebleños que mejor conoce aquello. Sabes dónde construir un refugio. Dónde hay agua potable. Dónde pueden pactar los animales. Creo que tienes que hacer por esos hombres y sus hijos para ahorrarles tantas caminatas- dijo el alcalde. Salieron de la taberna. Felipe dijo que le preocupaba este asunto. Que si la mina daba trabajo a los alosneros también le podía dar a los puebleños. Regresó a casa decidido a volver a la Huerta Grande cuanto antes. Tenía que ayudar. La minería podía ser prosperidad como decía su pariente. Al llegar a casa, Caterina le esperaba sentada a la mesa y con cara de preocupación. Los niños dormían. Explicó que iría con Crispín a visitar los escoriales grandes. Que el alcalde le había dicho que los franceses están trabajando la mina. Que acuden cientos de trabajadores. Que están necesitados de refugio dónde descansar. Que por allí surcan veneros de aguas ácidas de la que huyen el ganado y las personas. Que la mejor agua potable se encuentra en una poza en la falda sur del Madroñal y no se seca en verano. Caterina dio la aprobación a la decisión de su marido. Ella era española y puebleña y quería a su marido y a sus hijos. Igualmente era muy querida en el pueblo. En la Puebla vivían otros hijos de portugueses que se sentían españoles. Su padre, que era de Santo Domingo, al igual que su abuelo, le habían comentado alguna vez la “espina” que tenía clavada el abuelo con Olivenza. Esta población, antes portuguesa, había pasado en 1801 a ser española por un tratado que el abuelo refería que era de vergüenza. Pero aparte de esto, nunca se privó de visitar a su hijo cada año cuando decidió radicarse en la Puebla y casarse con una española. Llegado el día, apenas despuntaba la aurora, Crispín y Felipe iban camino de los escoriales. Le había dicho a su mujer que no se preocupara si tardaba unos días en volver. Esta vez el viaje le parecía muy importante por cuánto le había comentado el alcalde. Quería ayudar a esos hombres para establecerse en mitad del campo. Buscarles refugio. Ya desde la distancia se divisaba que habían personas moviéndose por aquellos contornos. Cuando estuvo más cerca comprobó lo que nunca había visto, que personas y animales seguian una ruta por aquel terreno desolado. Se llegó por la choza. Ató a Crispin a uno de los árboles. La puerta estaba cerrada, nunca tuvo cerradura que le impediera a nadie entrar. Vio utensilios a los pies de los camastros. En la mesa vasos y platos. Allí se estaba quedando alguien. Subió por el camino que bordea los escoriales y al llegar a la cumbre de aquel montículo quedó maravillado. Había 40 o 50 hombres que quitaban piedras del monte y las cargaban en los serones que una recua de mulas y asnos aguardaba en la base de aquel “cráter”. Le parecía un trabajo monótono. Coger piedras, cargar, y vuelta a coger otra. Cuando un animal completaba la carga, un arriero lo sacaba de la fila y lo subía por un camino. El siguiente animal de la recua ocupaba el puesto del primero a esperar que le llenaran el serón. Sintió interés para bajar hasta allí y preguntar qué era aquello. Veía todo tan organizado que interrumpirlo con su curiosidad le parecía una falta de respeto. Decidió cruzar la sierra de Santo Domingo para comprobar si había tránsito de obreros desde el Alosno, como le habían comentado. Regresó en busca de Crispín. El camino pasaba cerca de una pradera poblada de árboles; encinas y alcornoques. Bajo uno de gran porte vio afanarse a varias personas. Se dirigió hacía ellos para preguntar qué hacían. Le dijeron que venían del Alosno, y estaban trabajando para los franceses. Que construían un cuchitril acarreando troncos y ramajes. Así evitaban el viaje de ida y vuelta diaria. Le informaron que la empresa iba a construir viviendas para que los obreros pudieran traer a la familia. Que los arrieros del pueblo se habían volcado en estos trabajos mineros. Que habían venido más portugueses en busca de trabajo. Preguntó a quién había que acudir para trabajar. Le informaron que se dirigiera al Ayuntamiento, que allí se organizaban las cuadrillas de trabajo. Felipe se despidió de aquellos trabajadores y decidió que tenía que acudir al Ayuntamiento. Quería saber más de estos trabajos, porque su pariente, el alcalde de la Puebla, así se lo había pedido. En el trayecto se cruzaba con trabajadores que viajaban a la mina, la mayoría a pie, otros con animales que portaban enseres personales. Todo esto le causaba asombro, nunca había visto este tránsito de caminantes. Y menos ese entusiasmo que notaba en la gente, dispuesta a abandonar el pueblo para establecerse en medio de un campo pedregoso y nada productivo. Llegó a la puerta del Ayuntamiento. Un grupo de hombres hacían corrillo a la entrada. Preguntó qué ocurría. Le dijeron que se habían inscrito para trabajar en la mina. Que estaban organizando una partida para el día siguiente. Entró a preguntar al conserje dónde tenía que registrarse para trabajar en la mina. Lo llevó ante un escribano para anotar su filiación. Cuando dijo que era cabrero, el escribano torció el gesto, no era lo que más necesitaban, pero al comprobar su presencia y fortaleza física, continúo rellenando el libro; "Personal contratado para la mina Tarsis". Lo volvió a torcer cuando dijo que era de la Puebla, y el escribano le señaló la distancia en un mapa; tres leguas. Viendo peligrar su contratación, recordó en ese momento algo que podía jugar una baza a su favor. Le dijo al escribano que él tenía una barraca en la Huerta Grande, que era casi una vivienda. Aquí exagero bastante, pero seguro que el escribano no se molestaría en comprobar. Con ese argumento el escribano le extendió un recibo para que lo entregará al encargado de la mina, y que podía acompañar al grupo que se estaba organizando para el día siguiente. Cuando salía del escribano se encontró frente a una persona que salía de otra dependencia. -¡Don Ernesto! -¡Felipe! Sí, era Ernesto Deligny, a quién había acompañado en la visita a los escoriales. Se saludaron. Mantuvieron un pequeño dialogo. Felipe encontraba muy optimista al francés, y atareado, llevaba algunos documentos bajo el brazo. Le dijo que habia venido de la Puebla para trabajar en la mina y le mostró el recibo. Que iba a reunirse con otros vecinos del pueblo que partirían mañana a primera hora. El francés le preguntó donde pensaba pasar la noche. Le dijo que su mujer tenía una prima portuguesa casada en Alosno, y que iría a su casa. Pero el francés le ofreció que pasara la noche en la suya. Continuará... José Gómez Ponce. Junio 2021

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