jueves, 15 de mayo de 2014

LA MINA DE RÍO TINTO Y SUS CALCINACIONES. 2ª Parte.

 
No consta que los godos ni los árabes trabajasen las minas de Huelva; bien es verdad que, durante la Edad Media, la industria minera en España permaneció casi olvidada, y aun al comenzar la época moderna nuestros criaderos siguieron abandonados, pues el descubrimiento de América arrastraba á todos los que sedientos de riquezas, iban á buscarlas y adquirirlas, á cualquier precio, en el Nuevo Continente.

En el siglo pasado, un sueco, llamado Tiquet, adquirió de la Corona la concesión de las minas de Río Tinto, y si bien se obtuvieron algunos productos, en los cuarenta años que duró la contrata, es lo cierto que, en 1783, al volver las minas á poder de la Nación, poco se sabía de su riqueza ni del desarrollo de los criaderos.

La guerra de la Independencia vino pronto á paralizar lo que para la explotación se estaba haciendo en Río Tinto, y así siguieron las cosas hasta 1825 en que se publicó la Ley, origen de toda nuestra industria minera. Aún siguió la desgracia para las minas de Río Tinto, pues fueron arrendadas por veinte años al Marqués de Remisa; y los abusos y torpezas que durante este tiempo se cometieron fueron tantos, tales y de tal índole, que más vale olvidarlos que sacarlos á la vergüenza pública. Devueltas las minas al Estado en 1849, el Cuerpo de Ingenieros de Minas tuvo que hacerse cargo de ellas en las condiciones más difíciles y cuando aún se respetaba por quince años un privilegio, concedido á la Empresa llamada de los Planes, por un peregrino invento de cementación artificial, y otro á D. Mariano la Cerda, que también soñaba con beneficiar el cobre por un sistema electro-químico, donde no había ni química ni electricidad. Á pesar de tantas contrariedades el Establecimiento prosperaba; se demostró su riqueza, se estableció un sistema general de laboreo, se propusieron con insistencia casi temeraria las mejoras que debían introducirse, y aun cuando la ocasión se presentó propicia más de una vez por el elevado precio que el cobre conseguía en el mercado, no se facilitaron los recursos para las reformas, por más que no eran de gran cuantía, y la mina siguió encerrada en el círculo de los expedientes y presupuestos oficiales.

Al fin llegó un día en que, acumulados los obstáculos, los trabajos fueron dificultándose más y más, se sucedieron repetidos y tremendos hundimientos, subió el precio de los jornales, bajó el del cobre, se concluyeron las maderas que para la fortificación había disfrutado el Establecimiento, se atrasaron escandalosamente los pagos á los operarios y contratistas, y por último la insubordinación y las huelgas dieron el golpe de gracia á un sistema tan anómalo é incomprensible para quien olvide los apuros siempre crecientes del Tesoro español y sus trámites oficinescos.

Fue una fortuna para Río Tinto el que por ley de 25 de Junio de 1870 se autorizase al Gobierno para enajenar estas minas en pública licitación, y después de una tasación, perfectamente estudiada, y dos subastas infructuosas, el Gobierno de la República decretó, en 14 de Febrero de 1873, la definitiva adjudicación de las minas de Río Tinto á la casa de Matheson y C.ª de Londres, por la suma de 92.800000 pesetas, haciéndose la entrega en Mayo del mismo año. Apenas pasaron á manos de la Compañía inglesa las minas, se comenzó la explotación en gran escala, y por el sistema de cielo abierto que los Ingenieros españoles habían propuesto inútilmente al Estado; hubo que edificar completamente de nuevo el pueblo, que hoy cuenta con más de mil casas para oficinas, almacenes, empleados y operarios; se construyó el ferrocarril que partiendo de los criaderos, con una longitud de 83 quilómetros, llega hasta la ría de Huelva, donde se instaló el muelle cargadero; obra monumental de hierro que permite acudan á centenares los vapores para cargar el mineral en un puerto que sólo se consideraba practicable para las lanchas de pescadores; se fomentaron las industrias todas; creció rápidamente la población, no sólo en la zona minera, sino en la misma capital; se transformó por completo la vida en la provincia entera, subieron los rendimientos para el Tesoro, hallaron  salida las producciones agrícolas, y desde entonces, de día en día, se abrieron nuevas minas, se desarrollaron las labores de las existentes y se repartieron en jornales, sueldos é indemnizaciones más de treinta millones de pesetas al año, en cambio del mineral exportado.

Para cubrir tantos gastos y para satisfacer los intereses y amortización del gran capital empleado, ha sido preciso ejecutar trabajos gigantescos; emplear los medios más perfectos y las máquinas mejor dispuestas; hacer que las labores sigan día y noche, sustituyendo á la luz del sol la de poderosas lámparas eléctricas, y establecer un orden de explotación tal, que puede servir de norma en los tiempos presentes para cualquier Empresa minera, por grande que sea la importancia del negocio que se la presente.

He dicho que el 70 por 100 del mineral que se arranca de los criaderos de Río Tinto, y lo mismo sucede en los demás de la provincia, hay necesidad de calcinarlo en montones ó teleras, como se denominan en el país, con lo que se lanzan á la atmósfera grandes cantidades de ácido sulfuroso, que oxidándose naturalmente, siquiera sea en proporción pequeña, y transformándose así en ácido sulfúrico, producen daños incuestionables en la vegetación regional. De este hecho parte la cuestión de los humos, que en los últimos meses ha adquirido proporciones extraordinarias, y para la cual no parece verse remedio, cuando en realidad lo hay, y bien sencillo, sin salir de lo que prescriben las leyes.

Hagamos también un poco de historia respecto al asunto. En 1877 se formularon algunas quejas contra las calcinaciones al aire libre, fundándose los pueblos en que los humos perjudicaban á la agricultura y á la salubridad; y deseando el Gobierno resolver en justicia acerca de la queja, nombró una Comisión formada por un Ingeniero de minas, mi buen amigo el Excmo. Sr. D. Federico de Botella, otro de montes y otro agrónomo, los cuales, después de reconocer el terreno, y oír á los pueblos y Empresas, formularon un dictamen que, consultado con la Junta superior facultativa de Minería y el Consejo de Estado, hizo que en 22 de Julio de 1879 se dictase una Real orden de la cual, por su importancia, voy á leer una parte.

“Se trata de un conflicto que en una región determinada ha surgido entre dos; industrias, la agrícola y la minera, la última de las cuales, en el estado actual de las cosas, no puede prescindir, según los informes facultativos, del sistema que emplea para beneficiar sus minerales, y que con dicho sistema imposibilita el desarrollo de la otra industria. Colocada la cuestión en estos términos, y demostrado que los humos no son perjudiciales á la salud pública, como lo demuestra el notable crecimiento de la población de la comarca en los últimos años, creen las Secciones que, entre dos industrias que han llegado á ser incompatibles en una región, hay que optar por la más importante, si bien imponiéndole la obligación de indemnizar debidamente á la otra. En esa parte de la provincia de Huelva es un hecho, por todos reconocido y suficientemente acreditado en el expediente, que la industria más importante y que ha dado la riqueza al país es la industria minera. Los establecimientos de Tharsis y Río Tinto, contribuyen á los gastos del Estado y de la provincia con 1.433.594 pesetas anuales, y los 17 pueblos que comprende dicha parte, pagan por el concepto de inmuebles 307.438 pesetas al año, de manera que las referidas dos Empresas satisfacen por sí solas más de un millón de pesetas más al año que toda la industria agrícola. Si á esto se añade que los tres establecimientos mineros á que se refiere el expediente, sostienen unos 8.000 trabajadores, que, gracias á ellos, en pocos años ha aumentado considerablemente la población, se han abierto tres vías férreas que ponen en comunicación los grandes centros de la provincia con la capital y con el mar, y se ha construido un magnífico embarcadero en el puerto de Huelva, antes desierto de buques y hoy muy concurrido, se convendrá fácilmente en que pocos casos pueden presentarse en que el interés general de la comarca y aun de la nación entera aconsejen, como en el presente, la preferencia que las Secciones proponen que se dé á una industria sobre otra. Demostrada la necesidad de declarar esta preferencia, y teniendo en cuenta que no cabe prohibir ni limitar la calcinación al aire libre, porque ni lo pide la conveniencia, según queda demostrado, ni lo autoriza la legislación vigente, que concede á los mineros la libertad más completa de adoptar para sus operaciones el procedimiento que juzguen más oportuno, según declara el art. 22 de las bases generales para la nueva Legislación de Minas de 29 de Diciembre de 1868, ni podría imponerse dicha prohibición á la Compañía Río Tinto sin exponerse á una petición de rescisión del contrato de compra al Estado de sus minas ó de indemnización de perjuicios, es evidente que lo único que procede es buscar un medio práctico de hacer efectivo el resarcimiento de los daños que la industria minera cause á la agrícola, resarcimiento de daños que, no sólo es justo, sino que se halla ya consignado en el art. 74 de la vigente Ley de Minas. Este medio no es otro, á juicio de las Secciones, que el de declarar de utilidad pública el sistema que actualmente emplean las Empresas de la provincia de Huelva para beneficiar los minerales de cobre, á fin de que expropien las fincas perjudicadas por los humos de las calcinaciones.

La solución que proponen las Secciones, no sólo facilita en gran manera la indemnización de perjuicios porque reduce á una sola la que, con arreglo á la legislación vigente, tendría que repetirse en cada cosecha, sino que además es la única que cabe en muchos casos, ó sea en aquellos en que los humos hayan esterilizado por completo las fincas. Para esta declaración, caso de hacerse, deberá partirse de la división de la comarca en zonas, hecha por la Comisión facultativa que estudió el asunto, y limitarse á los terrenos comprendidos, y que en adelante comprendan las zonas primera y segunda, llamadas arrasada y muy influida, es decir, á los en que se haya demostrado sin duda alguna, la influencia de los humos en la vegetación; porque, con respecto á las fincas comprendidas en las zonas tercera y cuarta, como en ellas no ha podido dicha Comisión comprobar que el mal estado en que se halla la agricultura se deba á la influencia de los humos, ni en el supuesto de que así sea, en qué grado perjudican, no puede adoptarse para las mismas resolución alguna general, porque no lo autoriza el resultado del expediente, y porque no sería justo determinar á priori, extendiéndola á la compra forzosa de las fincas, la obligación que la ley actual y la justicia imponen á las Empresas de pagar sólo los daños que realmente hayan causado. Si los propietarios de estos terrenos creen que los humos les perjudican, podrán acudir á los Tribunales con arreglo á la legislación actual, que para dichas zonas quedará en vigor, en el mero hecho de no legislar de nuevo para ellas.

Continuará...

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