jueves, 3 de octubre de 2013

LA VIDA EN LOS PUEBLOS MINEROS (1866 - 1914) 3ª Parte



 

Adicionalmente hubo, como en todas las minas, otros grupos de trabajadores que añadieron variedad a la fuerza laboral. Hubo hombres que se encargaron de mantener y trabajar con las mulas de la Compañía.

Una recua de animales espléndidamente mantenidos, que destacaron extraordinariamente con las de los campesinos. Bestias que conocían los caminos de las minas, y los límites correctos de su esfuerzo. Sabían por el número de choques detrás de ellas, cuando un vagón era acoplado a su carga por encima de su propia cuota, y rehusaban moverse hasta que no era quitado.
 
También estuvieron los conductores y fogoneros del ferrocarril de la Compañía, una especial élite de hombres, quienes condujeron los trenes de veinte o veinticinco vagones cargados con mineral hacia Corrales.

Detrás de ellos iban cuatro o cinco guardafrenos, saltando de un tambaleante y cabeceante vagón a otro, cuando el tren amenazaba con quedar fuera de control, aplicando los frenos de bloqueo de madera y provocando chirridos y humo.

Una fuente menos dramática pero más importante de accidentes, se daba en los patios de maniobra o en las operaciones de cambio de vía. El ferrocarril, de un modo u otro, provocó el mayor número de casos de accidente para los hospitales o el cementerio de la Compañía.

En la calcinación y procesos de cementación, se concentró otro grupo de hombres especializados en la construcción de las teleras y, más tarde, en la gestión del proceso de oxidación al aire libre. Hubo una gran producción de cobre por cementación.  Se agrupó el cobre, se lavó, y se prensó en cilindros o se refinó.
 
Los hombres en los talleres mantuvieron y repararon las locomotoras, el stock de rodamientos y la maquinaria de minería. Llevaron a cabo trabajos de fundición, y solucionaron las necesidades de la Compañía con la improvisación de mecanismos o maquinaria.

Finalmente estaban los empleados en las oficinas de la Compañía, y los maestros de escuela (sobre veinte en la década de 1890), quienes impartieron la mayor parte de la educación a la población.

En su tiempo libre los trabajadores de la mina iban al campo para cazar; fue una de sus actividades  recreativas favoritas, la de andar por las laderas en busca de conejos y otra caza menor, una afición útil para la dieta de la familia. Cada hombre ambicionaba tener un perro y una escopeta. Muchos lograban ambas cosas, especialmente los perforistas.

Los hombres reducían el coste de su afición a la cacería con la fabricación de sus propios cartuchos. Los pueblos se llenaron de perros, merodeando por las plazas de mercado y añadiendo el consiguiente problema de sanidad.

Muchos de los hombres estaban ansiosos por cultivar un  pedazo de tierra; se lo pidieron a la Compañía, especialmente después de que la combustión de las teleras hubiera finalizado; estos huertos les fueron concedidos. Hubo bastante consumo de alcohol, pero la Compañía, mediante el “tribunal” de la dirección, mantuvo este bajo estricto control. Se mantuvo vigilancia en otros posibles orígenes de disputa; el negociante que deseaba rifar un gallo, por ejemplo, tenía que pedir permiso. Las mujeres, adicionalmente a sus trabajos de las minas, tuvieron los niños, la Iglesia, y los chismorreos en los lavaderos de la comunidad y en el mercado.

Para las faltas contra la disciplina de la Compañía fue establecida una escala de penalizaciones. En resumen, el despido venía invariablemente después del uso de armas en una riña, de utilizar dinero falso, de emplear un nombre falso, o de insultar o amenazar a la dirección. Las disputas parece que fueron bastante generalizadas. Normalmente a los infractores se les dieron tres oportunidades, acompañadas, en este orden: por una amonestación, una multa de diez reales, una multa del doble y, a la cuarta, el despido. Esto se aplicó a problemas entre hombres o entre mujeres. Las borracheras importantes tenían la misma escala de castigos. En los casos de robos menores, la dirección requería la restauración de la propiedad robada y una explicación según  la gravedad del delito; después de esto venían las multas o el despido.

El gran día festivo en los pueblos mineros fue el de Santa Bárbara, santa patrona de mineros y de artilleros. Todavía hoy se puede observar, tanto en Tharsis como en Calañas, la imagen de la santa cuando es llevada en procesión desde la Iglesia al borde de la mina.

Antes de 1900 hubo otras celebraciones organizadas por los barreneros. En Tharsis, estos se juntaban a eso de las nueve de la mañana en algunos días festivos, llevando sus escopetas. Daban una vuelta visitando la casa de cada miembro de la dirección, disparaban una salva, aceptaban una copa del hombre al que ellos habían honrado,  disparaban otra vez  y continuaban su camino. Cuando los jefes de servicio habían sido así saludados, los perforistas hacían lo mismo con los capataces, con los supervisores, y con cualquier otra persona importante en que ellos pudieran pensar, y finalmente con sus propios amigos personales. Para las tres o las cuatro de la tarde los de los escopetazos estaban borrachos, o a punto de estarlos, con el peligro de pegarse algún tiro unos a otros.
 
En La Zarza las celebraciones fueron más tumultuosas pero menos peligrosas. Los perforistas se reunían la noche antes para preparar una cacería y un banquete. La Compañía proveía una serie de mulos con vinos, alcoholes, una buena cabra y todo lo necesario para una comida excelente. A mediodía los cazadores llegaban a la finca donde tenía lugar el banquete, y según el número de mineros presentes, ellos disparaban hasta conseguir un número suficiente de conejos con el que hacer algún guiso como segundo plato tras la cabra.

Después de la comida los mulateros cargaban las bestias con los utensilios del banquete y se los llevaban; los barreneros-cazadores iban con algunos conejos conseguidos en la cacería y se los regalaban a la dirección, devolviendo de esta forma el cumplido a la hospitalidad de la Compañía.  

Más recientemente se ha extendido la costumbre, a las minas de Huelva, de celebrar el éxito de Colón con unas hermosas festividades, Las Colombinas.
 
La mayor parte de la dirección fue escocesa, educada en el Presbiterianismo. Con una tradición completamente distinta del catolicismo de los mineros andaluces. A estos hijos e hijas de la Reforma Escocesa, la religión de los trabajadores de la mina solamente podía parecerle como las diferentes supersticiones propias de su tierra, sobre las que muchos pastores escoceses habían vertido grandes y amargas críticas. La separación entre escoceses y españoles fue casi absoluta; el doctor español proporcionó el único nexo de unión, y esto fue poco significativo.    

Hubo también, entre los escoceses, un poderoso sentido de la jerarquía y la autoridad. Fue impuesta una estricta disciplina para preservar la eficiencia contra el peligro, siempre presente, de abusar de la relajación.

Aquellos que caían en la embriaguez o en el desaliño, no recibían la simpatía del director, sino que eran expulsados. Tenían bastantes problemas si se daban estas circunstancias, pues si el empleado no se identificaba con la Compañía, y no se autoimponía la disciplina para cambiar su comportamiento, las posibilidades de volver eran escasas.  

La mayoría de los escoceses tomaron poco interés intelectual por España o sus gentes, en parte, sin duda, esto se debió al hecho de que ellos dedicaron poco tiempo de sus vidas al contacto con los grandes centros culturales de España, aunque bien es verdad, que los pueblos mineros estaban poblados por gentes que habían cortado sus raíces tradicionales. Un directivo de alta categoría cruzó la barrera cultural y desposó a una muchacha del pueblo. Pronto descubrió por si mismo lo imposible de conservar la disciplina para él, y especialmente para sus subordinados, que le fueron incordiando con solicitudes de los familiares y demás parientes de ella para tener un trato especial; pero pronto fue  obligado a renunciar.

En este estado de aislamiento, la vida dentro una diminuta comunidad Británica de unas cincuenta personas esparcidas entre los tres centros, estuvo siempre en peligro de caer en el hastío. Un médico, refugiado en la excentricidad, mantuvo un búho y un jabalí salvaje. Otro, sobre 1875, mostró su desprecio hacia la nueva Lista de métodos antisépticos, dejando el envío de ácido carbónico enviado desde Glasgow, intacto durante años.  
 
La dirección de Glasgow envió un sacerdote presbiteriano una vez al año para restaurar a la comunidad escocesa en la perspectiva de los asuntos temporales y espirituales. Este buen hombre estaba muy cerca de caer muerto ante la cantidad de “malos actos” cometidos  durante su ausencia. A veces escribía a los directores en Glasgow en untuosos términos acerca de la salud espiritual de la comunidad.

Continuará...

No hay comentarios: