Cuando en Tharsis se disfrutaba del pleno
empleo, nuestros padres, después del trabajo en la Compañía , podían
canalizar su tiempo libre en las pocas actividades disponibles entonces. La afluencia
al Casino, sobre todo los fines de semana, era ampliamente secundada. Había también
algunos colectivos donde participar: Las Hermandades de Santa Bárbara o de la Peña , el Club Atlético
Tharsis; o formar parte de los Comités de Empresa que periódicamente resultaban
elegidos en el trabajo y por categorías.
Nosotros, los hijos, debíamos de buscar
alternativas para jugar y divertirnos cuando salíamos de la Escuela Grande ; siempre que
nuestro padre no nos hubiera apuntado a clases particulares. Pero esa era la tónica
general, que las tardes las teníamos ocupadas con las clases de D. Manuel Rojas
o Juan el Pintor, entre otros. Estas clases de apoyo, complemento de nuestra
escolarización organizada por la
Compañía , tenía gran aceptación entre nuestros padres, aunque
la pedagogía utilizada fuera “la letra
con sangre entra”.
Pero incluso después de tener las tardes
ocupadas sacábamos tiempo para organizar nuestras diversiones; sobre todo en
verano, cuando los días eran más largos que las noches.
Muchos de nosotros nos iniciamos en la caza de aves de canto:
jilgueros, jamases, verderones y chamarices. Esta afición, que aprendimos de
los mayores, o de nuestros padres, nos llevaban a practicarla por nosotros
mismos organizándola a nuestra manera.
Primero teníamos que preparar la “liria”, el pegamento
utilizado para que a las aves se le pegara las plumas y al no poder volar
quedaran a nuestro alcance. Para ello recorríamos el pueblo buscando suelas de
zapato que llamábamos de “crepé”, o de “tocino”. Eran zapatos de cierta clase, no
utilizados por la mayoría, porque lo que más encontrabas eran suelas
confeccionadas con restos de neumáticos.
Después de conseguir algunas suelas,
mayormente de zapatos de niños, teníamos que hacer un fuego en una lata. Echábamos
el “crepé” en pequeños trozos que removíamos
con un palo, y cuando creíamos
que estaba a punto le añadíamos un poco de "perrubia". Seguíamos
moviendo hasta que la pasta se homogenizaba, se apartaba del fuego y dejamos enfriar.
La prueba definitiva venía el día que íbamos
a poner los pájaros. Cargados con nuestro “arbolete”, nuestras jaulas de los
reclamos, con nuestro jilguero favorito; acostumbrado a cantar en el campo. Nuestro
"jama" del año anterior, con la pechuga granate, y nuestro buen
ramillete de cardos. Ese día te levantabas más temprano que de costumbre sin
que nadie te llamara, y cuando apenas empezaba a amanecer, marchabas a los
sitios de costumbre. Los más cercanos: el Huerto el Buche, el pozo de las
Culebras o el dique Grande. Los más lejanos: el cerro de los Gatos, el puente
de la Lechera ,
o la Peñita.
Una rama de jara, más fina que un lápiz, a la
que quitabas la corteza, nos servía para confeccionar las “varetas”. Después,
con los dedos impregnados en agua o saliva,
la cubríamos con liria dándole vueltas. Terminada esta operación se
sujetaba con la boca por un extremo para buscar un trozo de "gamón", de
dos a tres centímetros, que nos servía para unirla al arbolete.
Cuando lo teníamos “adornado” con cinco o seis ”varetas”, a modo
de perchas donde se posarían las aves a la llamada de nuestros reclamos, o de
nosotros mismo imitando un reclamo; nos tocaba esperar escondido a cierta
distancia entre algunas matas de jara o un paredón.
Para que se diera bien el día, el tiempo
tenía que acompañar. Primero que pasaran pájaros. Que tampoco hiciera mucho sol porque brillaba
la “liria”, se asustaban y pasaban de
largo o posaban en el suelo. La niebla tampoco era buena, porque el rocío se
depositaba en las "varetas" y no pegaban.
Esto, que hacíamos siendo niños, ahora nos
parece cruel. Aunque hoy día también se estila ir de pesca y una vez capturado
el pez ponerlo en libertad, las aves que capturamos de esta forma, una vez
llegados a casa las soltábamos; menos el jilguero más bonito, que lo preparamos para el reclamo o para la “jarilla”.
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