miércoles, 30 de octubre de 2019

2ª Parte. 1853: “Llamaremos Tharsis a las minas del término de Alosno”

2ª Parte.
1853: “Llamaremos Tharsis a las minas del término de Alosno”

Ante la pregunta del francés sobre la dificultad del camino y la distancia hasta el lugar, contestó que todos los que hacían ese camino a pie, unas tres leguas, ya tenían comprobado que a la salida de misa de alba llegaban al lugar antes de medio día, por lo que si hacían el camino a caballo llegarían mucho antes. El francés sacó su reloj de bolsillo que había ajustado con el reloj de pared del ayuntamiento, y calculó el recorrido dependiendo del asno que montaba Felipe, ya que sus mulas eran más rápidas. Concluyó que llegarían con tiempo suficiente para iniciar otra ruta, pero ese nuevo trayecto no lo podía asegurar hasta que no llegaran a los escoriales.
Siguió el dialogo comentando que el señor alcalde le había dado buenas referencias de él, que estaba muy agradecido de acogerlo en su casa y de acompañarlo para visitar los escoriales. Que declinó la invitación para subir al cerro del águila y contemplar desde allí parte de los escoriales, porque le urgía contactar con un amigo en París que esperaba sus noticias. Que ya había recorrido otras minas y no le parecían interesantes para informar a su amigo, y por eso quería llegar cuanto antes a los escoriales del Alosno.
El puebleño le contestaba que también otros campesinos hacían el camino al mismo lugar, trasladando ganado, y que el alcalde, que era pariente suyo, le pregunta por los escoriales. Que una vez se topó con varios hombres, que caminando por allí y con unos martillos pequeños, daban golpes entre las piedras. Como el único ruido que se escuchaba era a veces del viento o el cencerro de un macho cabrio, el repiqueteo entre las piedras le hizo descubrir a aquellos hombres y se acercó para preguntarles. Así se enteró que buscaban minerales, que habían venido de muy lejos, y si aquello les interesaba vendrían otras personas para hablar con los dueños de esos terreno, le dijeron. Otra vez, unos hombres le habían pedido ayuda para que les acarreara leña con la que hicieron una hoguera, donde pusieron pequeños trozos de las piedras que tenían arrancadas con sus martillos. Todo esto lo tenia comentado Felipe a su pariente alcalde, y por ese motivo creía que lo había puesto en contacto con este hombre que se hacia llamar Ernesto.
Esto que relató durante el viaje, había observado que llamaba su atención. El francés le preguntó si había vuelto a ver a esos hombres por aquellos escoriales. Le contestó que nunca, a nadie más, y la conversación siguió por otros derroteros.
Felipe tenía curiosidad de preguntarle porqué hablaba español con tanta facilidad, y aprovechó la oportunidad cuando al pasar a la altura del santuario de la Virgen de la Peña, que con sus 400 metros de altura sobre el mar, formado de dura cuarcita, sobresalía del entorno; el francés dijo que aquel cerro del águila había servido de atalaya a romanos y sarracenos. Le preguntó entonces si había vivido en España. Le contestó que efectivamente, en Asturias, donde acudió para la construcción del ferrocarril de Langreo, pero que ahora estaba en Andalucía por su amigo, que le había encomendado visitar algunas minas para invertir. Que el ferrocarril y los minerales eran trabajos que tenían mucho futuro. Felipe comprendió entonces que su pariente alcalde tenía que pensar igual, que buscar minerales debía tener más provecho que trabajar el campo o cuidar animales. Pero no compartía que en el pueblo hubiera gente que quisieran vender sus tierras para ponerlas al servicio de la minería, por mucho futuro que vieran el francés y el alcalde. Así siguieron caminando cuando en lontananza los negruzcos escoriales destacaban entre el verde de los jarales.
Ansioso por llegar, quiso acelerar el paso de sus mulas, pero la que llevaba el baúl parecía que lo perdería por el camino, por lo que Felipe, que ya había adquirido cierta confianza, acabó diciéndole.
-Don Ernesto, que el terreno no es propio para el trote.
Llegaron al fin a los grandes escoriales. Desmontaron. Amarraron la caballería a un arbusto. El campo estaba en completo silencio. A lo lejos pastaban ovejas que parecían no ser conducidas por nadie, pero Felipe sabia que pertenecían a alosneros, que pastoreaban por esas fechas.
Sobre los escoriales crecía por azar alguna planta de jara, porque el viento trasladaba tierra y semillas desde lugares fértiles. El francés sacó de su mochila una lupa y un pequeño martillo con punta. Con alguna dificultad caminaba entre las escorias. Se le veía dar pasos aquí y allá, tomar notas en un cuaderno. Se adentró tanto que lo perdió de vista. Felipe comprobó que el sol no estaba en su cenit, por lo que pensó que tenían tiempo para regresar con luz solar. Apareció a lo lejos en lo alto de un montículo haciéndole señas para que acudiera. Aseguró la caballería a los matorrales y acudió a su llamada.
Desde esa altura se divisaban hacia el sur algunas casas y la torre de una iglesia. Suponía que aquellas viviendas eran del Alosno. Felipe, que ya conocía el avistamiento, le confirmó que aquello era Alosno, que desde allí acuden pastores con su ganado.
Le preguntó por la distancia. Felipe no sabia cuanto, pero mucho menos que a la Puebla, porque había comprobado que algunos campesinos marchaban a Alosno para resolver algún asunto y regresaban para continuar con sus tareas.
El sol les daba margen para permanecer más horas en aquel lugar sin temer por el regreso. El francés seguía anotando datos en su cuaderno, golpeando piedras, calculando distancias. Felipe tomó las riendas de la caballería y los trasladó de lugar. Así estuvo largo rato a la espera que don Ernesto dijera que volvían a la Puebla. Le llamó para decirle algo que no se esperaba, que se marchara solo al pueblo, que él continuaba hasta Alosno. Había divisado un sendero que debería ir en esa dirección y quería llegar con tiempo de buscar alojamiento.
Se despidió de Felipe poniéndole en la mano algunas monedas y diciéndole que si todo salía bien se volverían a ver. Le dio las gracias. Quiso devolverle el dinero porque ya le había pagado generosamente antes de salir de la Puebla, pero el francés insistió que se lo quedara.
Montó en “Crispín” para regresar por donde había venido. Durante el regreso pensaba si no sería un cumplido del francés el que se volverían a ver.
Deligny se encaminó por el sendero que había divisado desde la altura. Emprendió la marcha para llegar a otro pueblo, mentado pero desconocido, Alosno. Esta vez hacía el trayecto alegre y satisfecho por cuanto había visto, no lo podía disimular. Y era verdad, el reconocimiento de los grandes escoriales había causado tanta satisfacción en el francés, que ni observó que ya estaba llegando hasta las primeras casas si no fuera porque algunos perros ladraron a su mula.
Una mujer salio de casa, llamó por su nombre a los perros y los hizo callar. El francés le preguntó cómo se llegaba al Ayuntamiento.
-Siga la calle y vera la bandera de España.
Llegó al edificio con la bandera y le pareció que estaba cerrado. En la puerta algunas notas informaban de bandos, acuerdos y recursos. Bajó de la mula. Alguien que pasaba le informó que el secretario estaba en misa, que el Ayuntamiento no abriría hasta mañana. Le preguntó donde podía alojarse a pasar la noche y cuidar de sus mulas.

Continuará...

José Gómez Ponce
Octubre 2019

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