La meteorología en esta época
del año no se asemeja a la que recordamos por estas fechas, cuando hacíamos el
camino hasta la Escuela Grande, ni por supuesto el sendero que durante años transitamos, parte desaparecido, y lo
que queda apenas reconocible.
Hace 40 o 50 años, por este
mes de Noviembre, nos parece que el
tiempo era más frio y que llovía más. Y aunque las casas no estaban preparadas
para combatir las bajas temperaturas, sí se agradecía que al caer la tarde
nuestra madre encendiera la copa de picón, la regara de cenizas, y nosotros
levantábamos la enagua de la mesa camilla para colocarla en el hueco de la
tarima.
Alrededor de estas mesas,
sentados en sillas de enea, se hacían deberes, se contaban historias, se
cenaba, y también, quienes teníamos aparatos de radio, escuchábamos a Matilde
Perico y Periquín; siempre que no se fuera
la luz, porque entonces teníamos
que recurrir al foco de carburo o a las “mariposas”.
La Escuela Grande se construyó
hacia 1881, y si en la etapa francesa ya contaba el poblado con una escuela
donde se impartían clases para los niños, el traspaso de la actividad minera a
los británicos influiría para su construcción, ya que estos ampliaron en 1872
la escolarización de las niñas. Esta cobertura a la población de ambos sexos,
unido al aumento de la producción con la consiguiente demanda de mano de obra,
posibilitó el incremento de la población, y con la formación de nuevas familias
y la llegada de otras aumentarían los nacimientos.
Tres caminos principales
confluían en la escuela. Desde el casino Viejo, el Corralón y alrededores, la
distancia a recorrer era menor que los que íbamos de Casas Nuevas, calle Dr.
Fleming, y plaza de San Benito; o de quienes venían del “Coto”, plaza de
General Franco, y alrededores de la iglesia.
Más larga era la caminata de
quienes vivían por el dique Pino, que pasando entre el muro del embalse podían
contemplar diariamente la actividad en talleres, en la estación, y el tránsito
de trenes. Continuaban por vista Hermosa y bajaban los escalones de traviesas
que cruzaban la vía del ferrocarril.
Nuestro recorrido empezaba en
calle Casas Nuevas, renombrada después
Obispo Pedro Cantero, frente al huerto de Arroyo y huerto de la Posada;
pasábamos junto a los eucaliptos que había frente a la casa de Doña
María la Partera y un edificio alto que construyeron después para subestación
eléctrica; bajábamos por la esquina de la calle Salmerón, donde a su espalda
estuvo la clase particular de José el Pintor, y sus temidos “repasos” con las
“lampás voladoras”; pasamos por un lateral de la plaza de San Benito hasta
tomar el callejón que limitaban varios huertos, el de “la Chata” a mano
izquierda, para llegar al cruce de caminos: a la izquierda todo eran huertos y camino utilizado para ir y venir de
Talleres. A la derecha también huertos y se venía a salir a la alcantarilla y
huerto de “Moquilla”. Pasado este cruce comenzaba la cuesta del vacíe para
subir hasta el llano de la escuela.
Antes que construyeran las
nuevas aulas en un edificio anexo, todos entrábamos por la puerta principal, y
desde el patio nos dirigíamos a las distintas clases. Los más jóvenes
empezábamos, creo recordar, con Doña Pepita. La clase olía a cera todos los
lunes, ya que se celebraba allí la misa del domingo. Aunque algunos habíamos
pasado por el “preescolar” de la escuela de la Balsa.
Después de terminada la
ampliación de la escuela, fuimos distribuidos en las nuevas aulas, a las que se
accedía bajando una escalera con dos accesos que se había practicado en el
patio de la escuela Grande, y junto a un depósito de agua donde alguna vez nos
tocó fabricar la tinta para rellenar los tinteros que se colocaban en los
pupitres.
Este nuevo edificio tenía una
entrada principal y las clases distribuidas a derecha e izquierda. La puerta
del fondo se abría a una cruz de los caídos, que alguna vez vimos con flores.
En su patio se colocó un año un pupitre en un rincón, con un mapa de Europa a
un lado y una pizarra al otro, y nos hicieron una fotografía en color para el
recuerdo. El fotógrafo bien pudiera ser Benito “el retratista”, que vivía en
las Cantareras. Como las clases de niños estaban separadas de las niñas, los
maestros lo organizaron para quienes teníamos hermana nos hicieran la
fotografía juntos. Estas fotografías, que muchos conservamos, tienen ya los desperfectos y la pátina del
paso de los años.
Era imposible en aquellas
fechas, que transitando por el pueblo no pasaras junto a algunos huertos, porque
los había en los alrededores y por el medio. Hoy aún perduran algunos, otros
han dejado paso a nuevas construcciones, pero esa tradición por los huertos
tuvo sus comienzos con nuestros antepasados. Cuando Tharsis y el Lagunazo dejaron de calcinar el mineral
en teleras la tierra empezó recuperarse, y solicitaron autorización para
construirse un huerto y así ayudar en sus modestas economías.
A las salidas de clase se
producía un gran bullicio. En aquel llano, frente a la escuela, nos juntábamos
niños y niñas, y en grupos marchábamos a nuestras casas. En días de lluvia
acudían nuestras madres con paraguas o impermeables y todo eran prisas, pues
tenían que dejar preparado el canasto para nuestros padres. También era paso de
obreros, que iban o venían de talleres, y de la carretera que utilizaba la
camioneta en su recorrido a Huelva, siendo parada obligatoria frente a la
oficina de correos, zona muy concurrida
del pueblo, pero que la apertura del actual Círculo Minero en 1951 unida a la
posterior ampliación de Filón Norte, acabarían despoblando. Después, la
camioneta hacía el trayecto hasta Villanueva de las Cruces pasando por vista Hermosa
y el dique Pino.
En los recreos de aquellos
años de escuela nos entreteníamos jugando a los “bolindros” o a los “rompes”, aunque lo más concurrido era jugar a la pelota en
los alrededores de la escuela, junto al nuevo edificio; pero como lo habían
sembrado de aromos y puesto unas jaulas de madera para protegerlos, nos decían
que había que respetarlo, por lo que nos íbamos a un terreno más irregular
cerca de donde se conservaban las ruinas de un antiguo lavadero. Por esta
irregularidad del terreno había que ir a buscar la pelota a los eucaliptos que estaban
en la zona de los huertos, o en el “sajondon” que hacían el llano de la escuela
y el terraplén del vacíe. Después hemos comprobado, por fotografías antiguas,
que el agua del dique Grande tuvo que cubrir parte de aquellos huertos.
El horario de recreo lo
aprovechavamos igualmente para acudir a una tienda que había frente a la
escuela, junto a un salón del frente de juventudes, la tienda de María Antonia,
creo. Este camino no era el habitual para regresar a nuestra casa y recordamos
que en esta calle, trasera de la calle la Puebla, se instaló posteriormente un
bar, el de Antonio Venancio. Más
adelante vivía un personaje al que una que otra vez vimos a la puerta de su
casa y que era conocido como “el millonario”.
Si a la escuela íbamos algunos
días con más o menos ganas, el camino de vuelta lo hacíamos normalmente más
resueltos y alegres. Encontrábamos motivos para entretenernos. Una parada
frecuente era frente al huerto de José el Pintor, pues por allí salía un
regajo de aguas cristalinas que a nosotros nos
parecía de un manantial, y recogíamos con una botella.
Alguna que otra vez aparecía
por el pueblo un afilador, llamando con la flauta para que las mujeres
acudieran con cuchillos o tijeras, y nos quedábamos admirados como aquel
artilugio, que portaba rodando el afilador, una vez parado la misma rueda con
la que se desplazaba movía la piedra de afilar. Nos entretenía ver los golpes
de pedal, las chispas que salían, y como al final, aquellas tijeras afiladas cortaban
limpiamente un trapo que el afilador llevaba.
Otra vez, cuando íbamos de
vuelta a casa, vimos varias personas congregadas alrededor del brocal del pozo
que estaba en la Barriada de Santa Bárbara, nos acercamos y vimos que en el
fondo había un gato agarrado a las piedras del borde, y era imposible que
pudiera subir pues el agua estaba a 4 o
5 metros de profundidad. Alguien acudió con una canasta de caña y puso en su
interior unas sardinas, la bajaron, pero el gato parece que temía más la
canasta que al agua. Después de un buen rato allí y de varios intentos, no
pudimos ver si el gato llegó a salir, pero creo que lo conseguimos averiguar al
día siguiente.
Ya en casa, si ese día nuestra
madre había ido al economato, lo primero que buscábamos era la tableta de
chocolate Kitin Nogueroles, para ir completando el álbum con el cromo que
traía.
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