La minería es una actividad que requiere de grandes
inversiones, pues llegar a los minerales es costoso y peligroso, y al igual que
otras actividades económicas, se manifiesta en dos importantes fluctuaciones a lo largo de la historia:
apogeo y declive.
Cuando se acometen proyectos que conllevan gran demanda de mano de obra, esto se traduce
en prosperidad y desarrollo no solo en
la población de la mina, abarca incluso
una comarca o un país. Por el contrario,
la desaparición de la minería, si no existen alternativas, propicia la
emigración y el envejecimiento de la población.
Tharsis no era
una excepción, y camina por la senda
por la que han pasado
poblaciones de nuestro entorno.
Pueblos no hace mucho bulliciosos, que acudían
a fiestas y celebraciones. Con calles de un continuo ir y venir de
personas, de niños en los colegios. De mineros que se vestían de domingo para
disfrutar del merecido descanso en compañía de la familia; acudiendo al casino,
al cine, o de visita a otras familias. Y al no haber indicios que la actividad
minera vuelva a resurgir a corto plazo,
este inexorable camino que ya
transitamos puede no tener retorno.
Nuestros últimos mineros tienen poca necesidad de
esperar al deseado descanso dominical, porque ya jubilados todo el año es
domingo. Y sus familias, en muchos
casos, están lejos de ellos. Hijos que marcharon a la búsqueda de futuro y
dejaron aquí a sus padres. Con los que se encuentran en contadas ocasiones
cuando la distancia que los separa es grande. O con visitas más o menos
periódicas, o semanales, cuando la distancia de separación es menor.
Si hay algo que refleja el declive poblacional, es
con la llegada del verano. Con el frío
o mal tiempo, la meteorología nos hacía
buscar resguardo en nuestra casa,
alrededor de un brasero y disfrutar de nuestras muchas o pocas
comodidades. La llegada del calor sin
embargo nos predispone a combatirlo, y
una de las formas más antiguas es salir de nuestros refugios al anochecer.
Sacando a la calle nuestro banco, nuestra silla de enea, o nuestra hamaca, y
refrescándonos con la ligera brisa, huyendo del "horno" de la casa.
Calles antaño que se llenaban de vecinos practicando un "ejercicio"
obligatorio, tomar el fresco.
Recordamos lo concurrida de nuestras calles a las 10
o las 11 de la noche, donde se formaban
tertulias, se contaban cuentos, se
jugaba, o simplemente se contemplaban las estrellas y la vía Láctea, que la poca iluminación pública
hacían posible. Se pasaba por calles que al estar en penumbras, tenías que dar
las buenas noches por cada puerta que pasabas, donde se congregaban sus
habitantes, y a cada saludo tuyo
respondían varias voces.
Otros recuerdos de aquellos tiempos, de los que tenemos alguna edad y vivíamos en
ciertas calles, es que a determinadas horas de aquellas noches calurosas,
veíamos desde el comienzo de la calle, que las familias se refugiaban deprisa y
corriendo en sus casas. Primero una, después otra, así hasta que llegaba a la
altura de nuestra casa; que hacíamos lo mismo, abandonar el fresquito antes que
soportar la fetidez del "carro de la mierda". Que pausadamente se
alejaba para depositar su maloliente y
orgánica carga.
Ahora, cuando se inicie el verano, darse una vuelta
por aquellas calles antaño alegres y concurridas,
apenas si veréis gente al fresco. Y las farolas que hoy iluminan calles que
permanecieron años en penumbra, os confirmaran la cruda realidad, que muchas
puertas están "cerradas a cal y canto" porque simplemente, ya no vive nadie.
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